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Bibliografía
Grane, Leif, ed., The Augsburg Confession: A Commentary, trans. by John H. Rasmussen (1987).
La Confesión de Augsburgo (1530) es la confesión, o declaración de fé específicamente luterana más ampliamente aceptada. Fue preparada por el reformador religioso alemán Melanchthon con la aprobación de Martín Lutero, como documento resumen para la nobleza alemana citada a una dieta en Augsburgo el 25 de junio de 1530 por el Sacro Emperador Romano Germánico Carlos V, para presentar sus puntos de vista "luteranos". Rechazada allí, y posteriormente modificado, la Confesión - junto con el credo de Nicea, el de los apóstoles y el de Atanasio, y el Pequeño y el Gran Catecismo de Lutero– constituye la doctrina fundamental de casi 80 millones de cristianos luteranos. La Confesión de Augsburgo ha sido traducida a la mayoría de los idiomas y a muchos dialectos principales, y en su forma original es parte de la constitución de la mayor parte de las iglesias luteranas. Antes de la ordenación, frecuentemente se solicita al clero luterano suscribirla.
En su forma moderna la confesión de Augsburgo consta de 28 artículos: los 21 primeros resumen la doctrina luterana, con especial énfasis en la justificación; la segunda parte repasa "abusos", como no ofrecer el cáliz a los laicos en la Santa Comunión y el celibato sacerdotal, para los que se solicitaba enmienda.
Debido a su tono conciliador y su brevedad, la Confesión de Augsburgo incidió en todo el movimiento de Reforma, especialmente en manifiestos como los Treinta y Nueve Artículos, de los anglicanos, y la teología del reformador religioso francés Juan Calvino, quien suscribió una versión posterior en 1540. En tiempos más recientes ha sido la base de fructífero diálogo ecuménico entre católicos y luteranos.
George Wolfgang Forell
La Confesión de Augsburgo es la profesión luterana de fe, o afirmación de lo que se creía en fidelidad a Cristo y a su Palabra. Fue presentada a la Dieta de Augsburgo en 1530 y su autor fue Philip Melanchthon, pero su contenido refleja claramente las posturas de Martín Lutero. Carlos V convocó a una dieta, convención o reunión de los gobernantes del Sacro Imperio Romano en Augsburgo en 1530. El emperador era convencidamente católico romano y quería que el imperio fuera leal al romanismo; conminó a los gobernantes que apoyaban diferentes doctrinas a presentar declaraciones acerca de ellas. Carlos quería la unidad religiosa a fin de que el imperio presentara un frente unido contra los enemigos externos, especialmente los turcos.
Los teólogos luteranos elaboraron varios documentos preliminares, entre ellos los Artículos de Marburgo, Schwabach y Torgau. Lutero tuvo participación en su preparación, pero no pudo asistir a la dieta: había sido puesto fuera de la ley por el Edicto de Worms (1521), y el Elector de Sajonia no podía protegerlo en Augsburgo. Dado que se le había declarado hereje, su presencia allí habría desviado la atención respecto de las cuestiones doctrinales y su martirio no habría servido de nada. Lutero se mantuvo en Coburgo, pero en constante correspondencia con los que estaban en Augsburgo.
Philip Melanchthon, colaborador de Lutero, hizo la redacción final de la Confesión de Augsburgo. En ese momento él concordaba con la doctrina de Lutero, que aprobó la confesión de todo corazón, aunque objetó que habría podrido tratar unos pocos más errores y abusos, y que no debió emplear un tono tan suave. La doctrina de la confesión es, claramente, la del Reformador mismo.
En la dieta, la Confesión de Augsburgo fue leída públicamente en alemán en la tarde del 25 de junio de 1530, por Christian Beyer, Canciller de la Sajonia Electoral. Tanto la versión en ese idioma como en latín fueron consideradas oficiales. Melanchton alteró ediciones posteriores, en parte para hacerlas más ambiguas en puntos como la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en la Cena del Señor. El se inclinaba al compromiso en materias doctrinales; esa es la razón por la que los Gnesio-luteranos a menudo se refieren a la Confesión de Augsburgo Inalterada. La Confesión de Augsburgo fue incluida en el Libro de la Concordia (1580) como la confesión luterana fundamental.
La Confesión de Augsburgo fue firmada por siete príncipes y representantes de dos ciudades autónomas. Creían que la doctrina que contenía era bíblica y verdadera. La firmaron porque la dieta fue precisamente una convención de gobernantes del imperio, pero la confesión no tenía por objeto presentar las convicciones de alguna autoridad gubernamental, sino que proclamaba lo que se estaba enseñando en las iglesias de aquellas partes de Alemania. El primer artículo comienza así: "Las iglesias de entre nosotros sostienen con gran consenso que..." (texto latino).
Además de un prefacio y una breve conclusión, la Confesión de Augsburgo tiene veintiocho artículos: los primeros veintiuno presentan las doctrinas luteranas y rechazan las doctrinas contrarias, en tanto que los últimos siete rechazan abusos en la vida cristiana. La Confesión es demasiado breve como para exponer plenamente pruebas bíblicas o testimonios de los teólogos anteriores. En respuesta a una refutación católica romana, la Confutatio, Melanchthon publicó en 1531 la Apología de la Confesión de Augsburgo, en la que se refiere con mayor detenimiento a las materias en controversia.
Discutir en detalle las doctrinas de la Confesión de Augsburgo requeriría un texto de teología. A lo más podemos dar una idea de lo que dice. Afirma la Trinidad; el pecado original como verdaderamente condenatorio si no fuera condonado; la deidad y humanidad de Jesús; su sacrificio por el pecado de la humanidad; la justificación por gracia a través de la fe, sin nuestras obras; el evangelio, el bautismo y la Cena del Señor como medios reales del Espíritu Santo para crear y mantener la fe; las buenas obras como resultado, no causa, de la salvación, motivadas por la buena nueva de que Cristo logró nuestra salvación. Se podría decir mucho más, pero esto indica que la Confesión de Augsburgo sostiene simplemente la posición que los luteranos consideran bíblica.
Los abusos corregidos incluyen diversas concepciones y prácticas falsas en la Cena del Señor, en el celibato clerical, el mal uso de la confesión y la absolución; las leyes dietéticas del romanismo medieval, y la idea de una jerarquía en la cristiandad visible, con autoridad divina en asuntos de conciencia.
JM Drickamer
(Diccionario Evangélico Elwell)
Bibliografía
F. Bente, Historical Introduction to the Symbolical Books of the Evangelical Lutheran Church; H. Fagerberg, A New Look at the Lutheran Confessions 1529-1537; C. P. Krauth, The Conservative Reformation and Its Theology; J. M. Reu, The Augsburg Confession. The text is available in English in Concordia Triglotta, ed. F. Bente, and The Book of Concord, ed. T. G. Tappert.
Confesión de Fe presentada a Su Majestad Imperial Carlos V En la Dieta de Augsburgo en el año 1530, por Philip Melancthon
Artículo 1 - De Dios
Artículo 2 - Del pecado original
Artículo 3 - Del Hijo de Dios
Artículo 4 – De la justificación
Artículo 5 - Del ministerio
Artículo 6 - De la nueva obediencia
Artículo 7 - De la iglesia
Artículo 8 - Qué es la iglesia
Artículo 9 - Del bautismo
Artículo 10 - De la Cena del Señor
Artículo 11 - De la confesión
Artículo 12 - Del arrepentimiento
Artículo 13 – De los sacramentos
Artículo 14 – Del orden eclesiástico
Artículo 15 - De los usos eclesiásticos
Artículo 16 - De los asuntos públicos
Artículo 17 - De la venida de Cristo al juicio
Artículo 18 - Del libre albedrío
Artículo 19 - De la causa del pecado
Artículo 20 - De las buenas obras
Artículo 21 - De la veneración a los santos
Artículo 22 - De ambos tipos en el sacramento
Artículo 23 - Del matrimonio de los sacerdotes
Artículo 24 - De la misa
Artículo 25 - De la confesión
Artículo 26 - De la distinción entre las carnes
Artículo 27 - De los votos monásticos
Artículo 28 - Del poder eclesiástico
Artículo 29 - Conclusión
Que se presentó a Su Majestad Imperial Carlos V en la Dieta de Augsburgo en el año 1530 por Philip Melanchthon, 1497-1560
Prefacio al Emperador Carlos V.
Invencibilísimo Emperador, César Augusto, Señor Clementísimo:
Considerando
Que Vuestra Majestad Imperial ha congregado una dieta del Imperio aquí en Augsburgo para deliberar las medidas contra el turco, ese atroz, hereditario y antiguo enemigo de la denominación y religión cristianas; de qué manera resistir eficazmente, a saber, su furor y asaltos por una fuerte y perenne disposición militar; y luego, en cuanto a disensiones en materia de nuestra santa religión y fe cristianas, de modo que en este asunto las opiniones y juicios de las partes puedan ser oídas en presencia de ambas y consideradas y ponderadas entre nosotros en mutua caridad, indulgencia y bondad, a fin de que, después de la supresión y corrección de las cosas tratados y comprendidas de distinta manera en los escritos de ambas partes, estas cuestiones sean resueltas y devueltas a una simple verdad y concordia cristianas para que en el futuro podamos abrazar y mantener una pura y verdadera religión; y como que todos estamos bajo un Cristo y batallamos bajo Su mando, también seamos capaces de vivir en unidad y concordia en la única Iglesia cristiana.
Que nosotros, el Elector y príncipes abajo firmantes y otros hemos convocados, así como otros electores, príncipes y autoridades, a la citada dieta, hemos venido, en obediente cumplimiento del Imperial mandato, cuanto antes a Augsburgo, estando —lo decimos sin jactancia— entre los primeros en llegar.
Y que incluso aquí en Augsburgo al comienzo mismo de la Dieta, Vuestra Majestad Imperial ha propuesto a los electores, príncipes y otras autoridades del Imperio, que, entre otras cosas, los diversos Estados del mismo, por la fuerza del edicto imperial, establezcan y presenten sus dictámenes y resoluciones judiciales en las lenguas alemana y latina, y como el miércoles subsiguiente se dio respuesta a Vuestra Majestad, tras la debida deliberación, de que presentaríamos los artículos de nuestra Confesión el miércoles siguiente.
Entonces,
en obediencia a los deseos de Vuestra Majestad Imperial, ofrecemos en esta materia de religión la Confesión de nuestros predicadores y de nosotros mismos, mostrando qué doctrinas de las sagradas escrituras y de la pura palabra de Dios han sido hasta este momento enunciadas en nuestras tierras, ducados, dominios y ciudades, y enseñadas en nuestras iglesias. Y si los demás Electores, príncipes y autoridades del imperio presentan, con arreglo a la citada proposición imperial, escritos similares —esto es, en latín y alemán, dando sus opiniones en este asunto de religión— nosotros, con los príncipes y amigos mencionados estamos dispuestos, aquí ante Vos, nuestro clementísimo Señor, a compartir cordialmente todos los medios posibles para unirnos, en la medida en que esto se haga honorablemente. Y habiéndose debatido la cuestión entre nosotros pacíficamente sin luchas ofensivas, se podrá, con ayuda de Dios, disipar la disención y volver a una sola religión concordante y verdadera. Porque todos estamos bajo un Cristo y batallamos a sus órdenes, debemos confesar al único Cristo según el tenor del edicto de Vuestra Majestad Imperial, todo de acuerdo con la verdad de Dios. Esto es lo que con las más fervientes oraciones pedimos al Señor.
Con todo, y en lo que concierne al resto de los electores, príncipes y autoridades que constituyen la otra parte, si no se lograra ningún progreso ni se alcanzara ningún resultado con este tratamiento de la causa de la religión según la manera en que Vuestra Majestad Imperial ha resuelto sabiamente que se debería obrar y tratar —a saber, por mutuas presentaciones de escritos y sereno debate— al menos dejamos a vosotros un testimonio claro de que los que aquí estamos en modo alguno retenemos nada que pudiera lograr una concordia cristiana como la que se podría alcanzar con Dios y una buena conciencia. Vuestra Majestad Imperial, así como los Electores y otras autoridades del Imperio, y todos los impulsados por sincero amor y celo por la religión, que constituirán un público imparcial para este asunto, tendrán la amabilidad de dignarse tomar nota y entender esta Confesión nuestra y de nuestros asociados.
Vuestra Majestad Imperial amablemente indicó además, no sólo una sino muchas veces, a los príncipes Electores y a las autoridades del Imperio —y en la Dieta de Espira celebrada AD 1526 según Vuestra imperial instrucción y comisión—, que se afirmara y declarara públicamente que en este asunto de religión, y por razones dadas en Vuestro nombre, Vuestra Majestad no estaba dispuesta a decidir y no podía determinar nada, pero que usaría diligentemente sus oficios ante el Romano Pontífice para la celebración de un concilio general. El mismo asunto fue públicamente establecido con mayor detalle hace un año en la última Dieta, que se reunió en Espira. Allí Vuestra Majestad Imperial, a través de nuestro amigo y clemente señor don Fernando, rey de Bohemia y Hungría, así como mediante el orador y los comisionados imperiales, hizo saber, entre otras cosas, que había tomado conocimiento y ponderado la resolución de su representante en el Imperio, así como del presidente y consejeros imperiales, y los legados de otros Estados convocados a Ratisbona, respecto de la convocatoria de un concilio; y que Vuestra Majestad también estimaba conveniente convocar un concilio general y no dudaba de que el Romano Pontífice podría ser inducido a celebrarlo, porque los asuntos a ajustar entre Vos y el Romano Pontífice estaban a punto de acuerdo y cristiana reconciliación. Con todo ello Vuestra Majestad Imperial quería decir que se esforzaría por conseguir el consentimiento del mencionado Pontífice Máximo para convocar, junto con Vos, tal concilio general, que se haría público tan pronto como fuera posible por las cartas que se despacharían.
Empero, si el resultado fuera tal que las diferencias en materia de religión entre nosotros y las otras partes no se conciliaran en forma amistosa y en caridad, entonces aquí ante Vuestra Majestad Imperial ofrecemos en total obediencia, además de la que ya hemos hecho, comparecer todos y defender nuestra causa en tal concilio cristiano general y libre, sobre cuya conveniencia siempre ha habido acción concordante y acuerdo de votos en todas las dietas imperiales habidas durante Vuestro reinado, por parte de electores, príncipes y demás autoridades del Imperio. Ya anteriormente nos hemos dirigido, en la debida forma y disposición legal, a la asamblea de ese concilio general y a Vos, Majestad, haciendo un llamamiento en este asunto, con mucho, el más grave e importante.
Todavía adherimos a ese llamamiento a Vos y al concilio; no tenemos la intención, ni nos sería posible renunciar a ello por este o cualquier otro documento, a menos que la cuestión entre nosotros y el otro lado fuera a ser, de acuerdo con el tenor de la última citación Imperial, amistosa y caritativamente evacuada, establecida y llevada a cristiana concordia. Y en relación con esto, damos aquí solemne y público testimonio.
Artículo I: de Dios.
NUESTRAS IGLESIAS sostienen en común consenso que el decreto del Concilio de Nicea concerniente a la unicidad de la divina esencia y a las tres Personas, es verdadero y debe creerse sin ninguna duda; es decir, hay una esencia divina que se llama y que es Dios: eterno, incorpóreo, sin partes, de poder, sabiduría y bondad infinitos, Hacedor y Conservador de todas las cosas visibles e invisibles; y sin embargo hay tres Personas de la misma esencia y poder , que también son coeternas: el Padre del Hijo y del Espíritu Santo. Y emplean el término "persona" como lo usaron los Padres, para denotar no una parte o cualidad en otro, sino aquello que subsiste por sí mismo.
Condenan todas las herejías que han surgido en contra de este artículo, como la maniquea, que supone dos principios, uno bueno y el otro malo; así como la valentiniana, arriana, eunomiana, mahometana y otras. Condenan igualmente a los samosatenses antiguos y nuevos, que, sosteniendo que no hay más que una Persona, sofisticada e impíamente afirman que la Palabra y el Espíritu Santo no son personas distintas, sino que "Palabra" se refiere a un vocablo hablado, y "Espíritu", al movimiento creado en las cosas.
Artículo II: del pecado original.
Enseñan también que desde la caída de Adán todos los hombres engendrado en la forma natural nacen en pecado, es decir, sin el temor de Dios ni confianza en El, y con concupiscencia; y que esta enfermedad o vicio de origen es verdaderamente pecado, que incluso condena y conlleva la muerte eterna a los que no nacieren de nuevo por el bautismo y el Espíritu Santo.
Condenan a los pelagianos y otros que niegan que la depravación original es pecado, y que, para empañar la gloria del mérito y beneficios de Cristo, sostienen que el hombre puede justificarse ante Dios por su propia fuerza y razón.
Artículo III: del Hijo de Dios.
Profesan asimismo que la Palabra, es decir, el Hijo de Dios, asumió la naturaleza humana en el seno de la bienaventurada Virgen María, por lo que hay dos naturalezas, divina y humana, inseparables en una persona, un Cristo, Verdadero Dios y verdadero hombre, que nació de la Virgen María, verdaderamente sufrió, fue crucificado, muerto y sepultado, para que Él pudiera conciliar al Padre con nosotros y ser un sacrificio, no sólo por la culpa original, sino también por todos los pecados actuales del hombre.
Descendió a los infiernos, y efetivamente resucitó al tercer día, después ascendió al cielo a sentarse a la diestra del Padre, y a reinar para siempre y dominar a todas las criaturas, y santificar a los que creen en Él, enviando al Espíritu Santo a sus corazones, a gobernarlos, consolarlos y vivificarlos, y defenderlos contra el demonio y el poder del pecado. El mismo Cristo vendrá otra vez abiertamente a juzgar a los vivos y a los muertos, etc, de acuerdo al Credo de los Apóstoles.
Artículo IV: de la Justificación.
También enseñan que el hombre no puede justificarse ante Dios por su propia fuerza, méritos u obras, sino que es justificado gratuitamente por Cristo a través de la fe, cuando cree que ha sido recibidos en favor y que sus pecados son perdonados por Cristo, cuya muerte dio satisfacción por nuestros pecados. Esta fe la imputa Dios para la justificación a Sus ojos, Rom. 3 y 4.
Artículo V: del ministerio.
Para que obtuviéramos esta fe se instituyó el ministerio de la enseñanza del evangelio y la administración de los sacramentos. A través de la Palabra y los sacramentos, así como de instrumentos, se da el Espíritu Santo, que obra la fe cuando y como le place a Dios, en aquellos que escuchan el evangelio, a saber, que Dios, no por nuestros propios méritos sino por Cristo, justifica a los que creen que están en gracia debida a Cristo.
Condenan a los anabautistas y otros que piensan que el Espíritu Santo viene a los hombres sin la Palabra externa, a través de sus propios preparativos y obras.
Artículo VI: de la nueva obediencia.
Enseñan además que esta fe está destinada a producir buenos frutos y que es menester hacer las buenas obras mandadas por Dios, por Su voluntad, pero que no debemos confiar en estas obras para merecer la justificación ante El. Porque la remisión de los pecados y la justificación se logran por la fe, de lo que también da testimonio la voz de Cristo: “Cuando vosotros hubiéreis hecho todas estas cosas, decid: somos siervos indignos” (Luc. 17, 10). Esto lo corroboran los Padres, ya que Ambrosio dice: “Dios ha dispuesto que el que cree en Cristo se salva, recibiendo gratuitamente la remisión de los pecados, sin obras, por la sola fe”.
Artículo VII: de la Iglesia.
También declaran que la Iglesia, una, santa, continuará para siempre. La Iglesia es la congregación de los santos, en la que el Evangelio es correctamente enseñado y los sacramentos correctamente administrados.
Y para la verdadera unidad de la Iglesia es suficiente concordar respecto de la doctrina del Evangelio y la administración de los sacramentos. No es necesario que las tradiciones humanas, es decir, ritos o ceremonias instaurados por el hombre, sean parecidas en todas partes. Como dice Pablo: una fe, un bautismo, un solo Dios y Padre de todos, etc Ef. 4, 5. 4, 5. 6.
Artículo VIII: qué es la Iglesia.
La recta Iglesia es la congregación de los santos y verdaderos creyentes, pero como en esta vida muchos hipócritas y malvados se inmiscuyen en ella, los sacramentos administrados por malvados son legítimos, según el decir de Cristo: los escribas y fariseos se sientan en la sede de Moisés, etc, Mat. 23, 2. 23, 2. Tanto los sacramentos como la Palabra son eficaces en razón de la institución y mandamiento de Cristo, a pesar de que sean administrados por malvados.
Condenan a los donatistas y a otros como ellos, que negaron la legitimidad del ministerio de hombres indignos en la Iglesia, y que creían que tal ministerio no era de provecho ni tenía efecto alguno.
Artículo IX: del bautismo.
Del bautismo manifiestan que es necesario para la salvación, que por él se ofrece la gracia de Dios y que hay que bautizar a los niños, quienes, al ser ofrecido a Dios por el bautismo, son recibidos a la gracia de Dios.
Condenan a los anabautistas, que rechazan el bautismo de los niños y dicen que éstos se salvan sin él.
Artículo X: de la Cena del Señor.
De la Cena del Señor afirman que el Cuerpo y la Sangre de Cristo están realmente presentes en ella, que se dan a aquellos que comen la Cena del Señor, y rechazan a quienes sostienen lo contrario.
Artículo XI: de la confesión.
De la confesión, instruyen que las iglesias deben mantener la absolución privada, aunque no se requiere una enumeración de todos los pecados, lo que es imposible de acuerdo con el salmo: ¿Quién puede entender sus errores? Salm. 9, 12.
Artículo XII: del arrepentimiento.
Respecto del arrepentimiento enseñan que para aquellos que han caído después del bautismo hay remisión de los pecados toda vez que se conviertan, y que la Iglesia debe impartir la absolución a los que así regresan al arrepentimiento. Ahora, éste consiste, en rigor, en dos partes: una es la contrición, es decir, las angustias que agobian la conciencia por el conocimiento del pecado; la otra es la fe, que nace del evangelio, o de la absolución, y que cree que por Cristo los pecados son perdonados, que consuela a la conciencia y la libera de angustias. Luego seguirán las buenas obras, que son frutos del arrepentimiento.
Condenan los anabautistas, que niegan que los una vez justificados pueden perder el Espíritu Santo; y a aquellos que sostienen que algunos pueden alcanzar tal perfección en esta vida, que no pueden pecar. Condenan asimismo a los novacianos, que no absuelven a los que han caído después del bautismo, aunque vuelvan al arrepentimiento.
Y rechazan también a los que no enseñan que la remisión de los pecados viene a través de la fe, y nos mandan merecer la gracia mediante satisfacciones nuestras.
Artículo XIII: de los sacramentos.
Sobre los sacramentos exponen que éstos fueron mandados no sólo para ser marcas de profesión entre los hombres, sino más bien signos y testimonios de la voluntad de Dios hacia nosotros, instituídos para despertar y confirmar la fe en aquellos que los usan. De lo que se sigue que debemos usar los sacramentos de manera tal que la fe se añada a la creencia en las promesas ofrecidas y establecidas a través de ellos.
Por consiguiente, condenan a los que afirman que los sacramentos justifican por el acto exterior, y a los que no profesan que, en el acceso a los sacramentos, se requiere la fe que cree que los pecados son perdonados.
Artículo XIV: del orden eclesiástico.
Acerca el orden eclesiástico, proclaman que nadie debe enseñar públicamente en la Iglesia o administrar los sacramentos a menos que se le llame regularmente.
Artículo XV: de los usos eclesiásticos.
De las costumbres en la Iglesia, sostienen que se deben observar las que no conlleven pecado y que sean de provecho para la tranquilidad y el orden en la Iglesia, como días santos, festivales, etc. En lo que respecta a estas cosas se exhorta, empero, que no se deben cargar las conciencias como si dicho cumplimiento fuera requisito para la salvación. También se alecciona que las tradiciones humanas instituídas para propiciar a Dios, para merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados, se oponen al evangelio y a la doctrina de la fe. En consecuencia, los votos y las tradiciones concernientes a las carnes y los días, etc, introducidos para merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados, son inútiles y contrarios al evangelio.
Artículo XVI: de los asuntos públicos.
En cuanto a los asuntos públicos, instruyen que los legalmente establecidos son buenas obras de Dios, y que es correcto que los cristianos asuman cargos ciudadanos, sean jueces para juzgar según las leyes Imperiales vigentes y otras; impartan castigos justos, entren en guerras justas, sirvan como soldados, celebren contratos legales, posean bienes, juren cuando los magistrados lo requieran, y se casen o comprometan en matrimonio.
Condenan a los anabautistas, que prohíben a los cristianos asumir esos cargos públicos. Condenan igualmente a los que no colocan la perfección evangélica en el temor de Dios y en la fe, sino en desaprobar los cargos públicos, porque el evangelio enseña una eterna rectitud del corazón. Y no destruye al Estado o la familia sino que enfatiza su preservación como ordenados por Dios, y la práctica de la caridad en esas ordenanzas. Así pues, los cristianos están obligados a obedecer a sus magistrados y leyes, salvo que les manden pecar, puesto que entonces deben obedecer a Dios antes que a los hombres, Hechos 5, 29.
Artículo XVII: de la vuelta de Cristo al juicio.
También enseñan que en la consumación de los tiempos Cristo aparecerá para juzgar y resucitar a los muertos; Él dará a los piadosos y elegidos vida eterna y eterna alegría, pero condenará a los impíos y demonios a tormentos sin fin.
Condenan a los anabautistas, que creen que habrá término para los castigos de los condenados y demonios. Y a otros que ahora difunden ciertas opiniones judías, de que antes de la resurrección de los muertos los piadosos tomarán posesión del reino del mundo, habiéndose suprimido en todas partes a los impíos.
Artículo XVIII: de la libre voluntad.
Acerca del libre albedrío declaran que la voluntad humana tiene alguna libertad para elegir la rectitud cívica, y para trabajar las cosas sujetas a la razón. Pero sin el Espíritu Santo no tiene poder para obrar la justicia de Dios, es decir, la rectitud espiritual, desde que el hombre natural no recibe las cosas del espíritu de Dios, 1 Cor. 2,14, sino que esa rectitud se forja en su corazón cuando se recibe el Espíritu Santo a través de la Palabra. Estas cosas las dice en otras tantas expresiones Agustín en su Hypognosticon, Libro III: admitimos que todo hombre tiene una voluntad libre en tanto tiene uso de razón; pero no por ello es capaz, sin Dios, de comenzar o siquiera completar nada de las cosas que atañen a Dios, sino sólo obras buenas o malas de esta vida. Llamo “buenas" a aquellas obras que surgen de lo bueno en la naturaleza, tales como el ánimo de trabajar el campo, comer y beber, tener un amigo, vestirse, construir una casa, casarse, criar ganado, aprender diversos oficios o cualquier bien propio de esta vida. Todas estas cosas no son independientes de la providencia de Dios, mas de Él y por Él existen y tienen su ser. Llamo “malas” a obras tales como adorar a un ídolo, cometer un asesinato, etc
Condenan a los pelagianos y a otros que afirman que sin el Espíritu Santo, por el poder de la sola naturaleza, somos capaces de amar a Dios sobre todas las cosas, e igualmente de cumplir los mandamientos de Dios relativos al "contenido del acto". Porque, aunque la naturaleza es en cierto modo capaz de obras externas (alejar del robo y asesinato), no logra impulsos internos como el temor de Dios, la confianza en El, la castidad, la paciencia, etc.
Artículo XIX: de la causa del pecado.
En relación a la causa del pecado manifiestan que aunque Dios crea y preserva la naturaleza, la causa del pecado es la voluntad de los impíos, es decir, del diablo y los hombres sin Dios; sin Su ayuda esa voluntad se aparta de El, como dice Cristo (Juan 8, 44): El que dice una mentira, habla por sí mismo.
Artículo XX: de las buenas obras.
Se acusa falsamente a nuestros maestros de prohibir las buenas obras. Sus escritos en cuanto a los Diez Mandamientos, y otros de igual relevancia, dan testimonio de que han enseñado a buen fin sobre todos los estados y deberes de la vida, cuáles estados y qué deberes en cada vocación son agradables a Dios. De estas cosas los predicadores habían dicho poco y nada hasta ahora y prescribían obras meramente pueriles e innecesarias, como determinados días festivos, ciertos ayunos, hermandades, peregrinaciones, honores a los santos, el rosario, la vida monástica y otras de ese tipo. Dado que nuestros adversarios han sido amonestados en relación a estas cosas, las están abandonando y ya no predican estas obras sin provecho como lo hacían hasta ahora; además, comienzan a hablar de fe, sobre la que hasta aquí había habido un asombroso silencio. Sostienen que no nos justificamos sólo por las obras, sino que juntan fe y obras y dicen que nos justificamos por la fe y las obras. Esta doctrina es más tolerable que la anterior y puede consolar más que ésa.
Visto que la doctrina de la fe, que debe ser la principal en la Iglesia, ha permanecido tanto tiempo desconocida —todos deben reconocer que en sus sermones había el más profundo silencio acerca de la rectitud de la fe, mientras que en las iglesias sólo se hacía referencia a la doctrina de las obras—, respecto de la fe nuestros maestros han instruído a las iglesias de la siguiente manera:
En primer lugar, que nuestras obras no pueden reconciliar con Dios o merecer el perdón de los pecados, la gracia y la justificación, que sólo obtenemos por la fe cuando creemos que somos recibidos favorablemente debido a Cristo, que por Sí solo ha establecido la mediación y propiciación, 1 Tim. 2, 6, con el fin de que el Padre se concilie a través de Él. Quien crea, pues, que por las obras merece la gracia, desprecia el mérito y la gracia de Cristo y busca un camino hacia Dios, sin Cristo, por la fuerza humana, aunque Cristo ha dicho de Sí mismo: Yo soy el Camino, la Verdad, y la Vida. Juan 14, 6.
Esta doctrina de la fe está tratada en todas partes por Pablo, Ef. 2, 8: Vosotros sois salvados por gracia a través de la fe, y no por vosotros mismos pues es don de Dios, no de las obras, etc. Y para que nadie artificiosamente diga que hemos elaborado una nueva interpretación de Pablo, todo eso se apoya en testimonios de los Padres. En muchos volúmenes Agustín defiende la gracia y la rectitud de la fe contra los méritos de las obras, lo que reitera Ambrosio en su De Vocatione Gentium y en otros lugares. En efecto, en su De Vocatione… dice: La redención por la sangre de Cristo sería de poco valor y la obras del hombre no serían superadas por la misericordia de Dios, si la justificación —que se alcanza por la gracia— se debiera a méritos previos; como si fuera, no el obsequio de un donante, sino la recompensa debido al trabajador.
Pero a pesar de que esta doctrina es menospreciada por los inexpertos, las conciencias angustiadas y temerosas de Dios encuentran por experiencia que aporta el mayor consuelo, porque las almas no se pueden apaciguar mediante cualquier obra, sino sólo por la fe, cuando estén seguras de haber sido reconciliadas con Dios a causa de Cristo. Como enseña Pablo Rom. 5, 1: justificados por la fe, estamos en paz con Dios. Toda esta doctrina debe ser referida al conflicto de la conciencia aterrorizada y no se la puede entender separada de ese conflicto. Por consiguiente los inexpertos y profanos, que sueñan que la rectitud cristiana no es nada más que rectitud cívica y filosófica, enjuician mal esta cuestión,
Hasta ahora se ha plagado las conciencias con la doctrina de las obras, y no oyeron el consuelo del Evangelio. Algunas personas fueron impulsadas por la conciencia hacia el desierto, a monasterios, esperando hallar allí la gracia por una vida monástica. Algunos también idearon otras obras por las cuales merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados. En consecuencia había una enorme necesidad de tratar, y renovar, esta doctrina de la fe en Cristo para que las conciencias angustiadas no quedaran sin consuelo, sino que supieran que la gracia y el perdón de los pecados y la justificación se consiguen por la fe en Cristo.
También se les indica a los hombres que aquí el término "fe" no significa sólo conocimiento de la historia, como en los impíos y en el diablo, sino que denota una fe que cree no sólo la historia, sino también el efecto de ésta, es decir, el perdón de los pecados, a saber, que tenemos la gracia, la justicia y el perdón de los pecados a través de Cristo. Ahora, el que sabe que tiene un Padre misericordioso con él a través de Cristo, verdaderamente conoce a Dios, sabe que Dios cuida de él y acude a Dios; en una palabra, no está sin Dios, como el pagano. Los demonios y los impíos no pueden creer este artículo, el perdón de los pecados. Por lo tanto, odian a Dios como a un enemigo, no acuden a Él y no esperan bien alguno de El. Agustín también previene a sus lectores en relación con la palabra "fe", y enseña que ésta es aceptada en las Escrituras no por el conocimiento, como el de los impíos, sino por la confianza que consuela y anima la mente aterrorizada.
Además, se enseña por nuestra parte que es necesario hacer buenas obras, no porque creamos que por su intermedio mereceremos la gracia sino porque es la voluntad de Dios. Es sólo por la fe que se logra el perdón, y ello, gratuitamente, y porque a través de la fe se recibe el Espíritu Santo, los corazones se renuevan y se dotan de nuevos afectos, a fin de producir buenas obras. Dice Ambrosio: La fe es la madre de la buena voluntad y el correcto proceder. Los poderes del hombre sin el Espíritu Santo están llenos de afectos impíos y son demasiado débiles para hacer obras buenas a ojos de Dios. Por su parte, están en poder del demonio aquellos que incitan al hombre a diversos pecados, a opiniones impías, a crímenes abiertos. Esto lo podemos ver en los filósofos que, aunque se esforzaban por llevar una vida honesta, no lo lograban sino que se manchaban con muchos con crímenes evidentes. Tal es la debilidad del hombre sin fe y sin el Espíritu Santo, y que se gobierna a sí mismo sólo por la fuerza humana.
Luego, se ve fácilmente que no se puede acusar a esta doctrina de prohibir las buenas obras sino que más bien es digna de elogio, porque muestra cómo llegamos a hacer buenas obras. Sin la fe la naturaleza humana no puede en modo alguno hacer las obras del primer o del segundo mandamiento. Sin fe no se vuelve hacia Dios ni espera nada de El ni lleva la cruz, sino que busca y se apoya en la ayuda humana. Y así, cuando no hay fe y confianza en Dios, todo tipo de lujurias y estratagemas humanas gobiernan el corazón. Por lo cual Cristo dijo, Juan 16,6: Sin Mí nada podéis hacer, y la Iglesia canta:
Al carecer de Tu favor divino,
nada se encuentra en el hombre,
nada en él es inofensivo.
Artículo XXI: del culto a los santos.
Del culto de los santos afirman que podemos tener presente el recuerdo de aquéllos para seguir su fe y buenas obras de acuerdo a nuestra vocación, así como el Emperador puede seguir el ejemplo de David, siendo reyes ambos, al hacer la guerra para expulsar de su país al turco. Pero la Escritura no enseña la invocación de los santos o pedir su ayuda, ya que pone frente a nosotros un Cristo como mediador, propiciador, sumo sacerdote e intercesor. Es a Él a quien hay que orar, que ha prometido que escuchará nuestra oración; y aprueba este culto por encima de todo, a saber, que se Le invoque en toda aflicción (1 Juan 2, 1): Si alguno peca, tenemos un Abogado ante el Padre, etc
Se trata de la Suma de nuestra Doctrina, en la que, como puede verse, no hay nada que difiera de las Escrituras o de la Iglesia Católica o de la Iglesia de Roma como se la conoce por sus autores. Siendo así, juzgan severamente a aquellos que insisten en considerar herejes a nuestros maestros. Con todo, hay desacuerdo sobre ciertos abusos que se han deslizado en la Iglesia sin autoridad legítima.
Y aun en éstos, si hubiera alguna diferencia, debería haber adecuada tolerancia por parte de los obispos para con nosotros a causa de la confesión que hemos revisado, porque ni siquiera los cánones son tan severos como para exigir los mismos ritos en todas partes —que nunca lo han sido en todas las iglesias—, aunque entre nosotros los antiguos ritos se observan en gran medida diligentemente. Es una acusación falsa y maliciosa la de que todas las ceremonias y todas las cosas implantadas de antiguo han sido suprimidas en nuestras iglesias. Pero ha sido una queja común el que algunos abusos estaban relacionados con ritos corrientes; éstos, hasta donde no se podían aprobar con buena conciencia, han sido bastante corregidos.
ARTÍCULOS EN QUE SE EXAMINAN ABUSOS QUE SE HAN CORREGIDO.
En la medida, entonces, en que nuestras iglesias no disienten de ningún artículo de fe de la Iglesia católica sino que sólo omiten algunos abusos nuevos, que han sido errónemanete aceptados por la corrupción de los tiempos, contrariamente a la intención de los cánones, oramos por que Vuestra Majestad Imperial tenga la amabilidad de oír tanto lo que se ha cambiado como las razones por las que no se ha obligado al pueblo a someterse a esos abusos en contra de su conciencia. Vuestra Majestad no debe creerles a aquellos que difunden extrañas calumnias con el fin de incitar el odio de la gente contra nosotros. Habiendo excitado así las mentes de los hombres buenos, primero han dado ocasión a esta controversia y ahora se esfuerzan, por las mismas artes, en aumentar la discordia. Ssin duda Vuestra Majestad encontrará que las formas de doctrina y de ceremonias entre nosotros no son tan intolerables como las que representan esos impíos y malvados. Por lo demás, la verdad no se obtiene de rumores comunes o de insidias del enemigo. Se entiende fácilmente que para mantener la dignidad de las ceremonias e incentivar la reverencia y devoción piadosa en el pueblo, nada sería mejor que si las ceremonias se celebraran adecuadamente en las iglesias.
Artículo XXII: de los dos especies en el sacramento.
A los laicos se les dan ambas especies en el sacramento de la Cena del Señor, porque así lo establece Su mandamiento en Mat. 26, 27: Bebed todos de él, lo que Cristo ha mandado específicamente respecto del cáliz que todos deberían beber.
Y para evitar que cualquier hombre diga elaboradamente que esto se refiere sólo a los sacerdotes, en 1 Cor. 11,27 Pablo deja en claro que toda la congregación accedía a ambas especies. Este uso duró mucho tiempo en la Iglesia, sin que se sepa cuándo o por qué autoridad fue cambiado, aunque el cardenal Cusano menciona la fecha de su aprobación. En algunas partes Cipriano testimonia que al pueblo se le daba la sangre, y otro tanto hace Jerónimo, que dice: Los sacerdotes administran la eucaristía y distribuyen la sangre de Cristo al pueblo. De hecho el Papa Gelasio manda no dividir el sacramento (dist. II., De Consecratione, cap. Comperimus). Sólo la costumbre, no tan antigua, lo tiene de otra manera, pero es claro que no se debe admitir ninguna práctica introducida contra los mandamientos de Dios, como decretan los cánones (dist. III., Cap. Veritate y los capítulos siguientes). Aún así se ha aceptado esta usanza no sólo contraria a la Escritura sino también a los antiguos cánones y al ejemplo de la Iglesia. Por consiguiente, si algunos prefirieran ambas especies del sacramento no se les debería obligar, con ofensa a sus conciencias, a lo contrario. Y debido a que la división del sacramento no concuerda con la ordenanza de Cristo, estamos habituados a omitir la procesión que hasta ahora había sido habitual.
Artículo XXIII: del matrimonio de los clérigos.
Ha habido muchas quejas por los ejemplos de sacerdotes no castos, y por ello se afirma que según el Papa Pío hay ciertas razones de por qué se prohibió el matrimonio de los sacerdotes, pero que las hay de mucho más peso por las cuales debería ser permitido; eso es lo que escribe Platina. Dado que, por lo tanto, nuestros sacerdotes querían evitar esos abiertos escándalos, tomaron esposas y sostuvieron que les era lícito contraer matrimonio. En primer lugar, porque dice Pablo (1 Cor. 7, 2. 9): Para evitar la fornicación, que cada uno tenga su mujer. También: Es mejor casarse que arder. En segundo lugar, dice Cristo (Mat. 19,11): No todos los hombres pueden recibir este precepto, donde enseña que no todos pueden llevar una vida solitaria; porque Dios creó al hombre para la procreación, Gen 1, 28. 119, 11: No está en el poder del hombre, sin un singular don y obra de Dios, modificar esta creación. [Porque es manifiesto, y muchos han confesado que (del intento) no ha resultado una vida buena, honesta, casta, ni una conducta cristiana sincera y recta, sino que muchos han sentido una inquietud horrorosa y temible, y una conciencia atormentada hasta el fin]. Por lo tanto, aquellos no aptos para llevar una vida de soltero deberían contraer matrimonio. Ninguna ley humana, ningún voto, pueden anular la ordenanza y el mandamiento de Dios. Por estas razones los sacerdotes sostienen que para ellos es legal casarse.
Es evidente que en la antigua Iglesia los sacerdotes eran casados, pues Pablo dice, 1 Tim. 3, 2, que se elija un obispo que sea marido de una mujer. Y en Alemania, cuatrocientos años atrás, por primera vez los sacerdotes fueron violentamente obligados a llevar una vida célibe, y de hecho opusieron tal resistencia que el arzobispo de Maguncia, a punto de publicar el decreto del Papa, resultó casi muerto en el tumulto armado por los enfurecidos clérigos. Y tan áspera fue la negociación de la cuestión que no sólo se prohibieron los matrimonios a futuro, sino que también se separó a los matrimonios constituídos, en contra de todas las leyes divinas y humanas, incluso el mismo cánon, fijado no sólo por los Papas sino también por los más célebres sínodos. [Por otra parte, se sabe que muchas personas en altos cargos, inteligentes y temerosas de Dios, frecuentemente han expresado temores de que ese forzado celibato y privación a los hombres de contraer matrimonio (que Dios mismo ha instituído y dejado a criterio humano) nunca ha dado buenos resultados, y ha conducido a muchos grandes y perversos vicios y mucha iniquidad]. Viendo también que, a medida que el mundo envejece la naturaleza humana se vuelve gradualmente más débil, es bueno cuidar que no entren más vicios en Alemania.
Por otra parte, Dios dispuso el matrimonio para que fuera una ayuda contra la enfermedad humana. Los cánones mismos dicen que hoy en día el rigor antiguo debería relajarse de vez en cuando debido a la debilidad del hombre, lo que sería deseable también en este asunto. Es posible que en algún momento a las iglesias les falten pastores si el matrimonio les sigue prohibido por más tiempo.
Pero mientras que el mandamiento de Dios está vigente, que la costumbre de la Iglesia es bien conocida, y que el celibato impuro causa muchos escándalos, adulterios y otros delitos que merecen justo castigo de los magistrados, es pasmoso que en nada se ejerza más crueldad que en contra del matrimonio de los sacerdotes. Dios ha mandado honrar el matrimonio. Por las leyes de todas las comunidades bien ordenada, incluso las paganas, al matrimonio se le otorga la mayor consideración. Pero ahora los hombres, y entre ellos los sacerdotes, son cruelmente condenados a muerte, contrariamente a la intención de los cánones, sin otra causa que el matrimonio. En 1 Tim. 4,3, Pablo llama doctrina del demonio a la que prohíbe el matrimonio. Esto se entiende fácilmente ahora cuando la ley contra el matrimonio se mantiene mediante dichas sanciones.
Pero así como ninguna ley humana puede anular el mandamiento de Dios, tampoco puede hacerlo voto alguno. En consecuencia, Cipriano aconseja que las mujeres que no mantienen la castidad que han prometido, se casen. Estas son sus palabras (Libro I, Epístola XI): si son reacias o incapaces de perseverar, es mejor que se casen a que caigan al fuego por su lujuria; ciertamente no deben ofender a sus hermanos y hermanas. E incluso los cánones muestran alguna indulgencia hacia los que tomaron los votos antes de la edad adecuada, como en general ha sido el caso hasta ahora.
Artículo XXIV: de la Misa
Se ha acusado falsamente a nuestras iglesias de suprimir la Misa, pero ésta se mantiene entre nosotros y se celebra con la mayor reverencia. También se conservan casi todas las ceremonias habituales, salvo que las partes cantadas en latín son intercaladas aquí y allá con himnos en alemán, que se han añadido para educar a la gente, visto que las ceremonias son necesarias para el sólo fin de enseñar a los legos [lo que necesitan saber de Cristo]. No tan sólo Pablo mandó emplear en la iglesia un idioma que el pueblo entienda, 1 Cor. 14,2. 9, sino que eso también ha sido ordenado por la ley humana. La gente está habituada a compartir el sacramento, si está preparada para ello, y eso aumenta la reverencia y devoción del culto público; no se admite a nadie a menos que se le examine primero. Además se aconseja al pueblo respecto de la dignidad y el acceso al sacramento, y cuán gran consuelo aporta a las conciencias angustiadas, que puedan aprender a creer en Dios y a pedir y esperar de El todo lo bueno [también se le instruye acerca de otras cosas y de falsos preceptos concernientes al sacramento]. Este culto agrada a Dios, ese uso del sacramento incentiva la verdadera devoción hacia Dios. No parece, pues, que la misa se celebre más devotamente entre nuestros adversarios que entre nosotros.
Pero es evidente que durante mucho tiempo la queja más pública y grave de todos los hombres buenos, es que la misa ha sido burdamente profanada y aplicada a fines de lucro. No se desconoce cuán lejos va este abuso en todas las iglesias, qué tipo de hombres dicen misas sólo por los honorarios o estipendios, y cuántos las celebran contrarias al canon. Pablo amenaza seriamente a los que tratan indignamente la eucaristía cuando dice, 1 Cor.11, 27: Toda persona que come de este pan y bebe de esta copa del Señor sin ser digna de ello, será culpable del cuerpo y sangre del Señor. Cuando, por lo tanto, a nuestros sacerdotes se les advirtió de este pecado, las misas privadas fueron discontinuadas entre nosotros, donde ya casi no se celebraban, excepto por lucro.
Los obispos no ignoraban estos abusos, y si los hubieran corregido a tiempo ahora habría menos disensión. Hasta ahora, de su propia connivencia, toleraron que mucha corrupción se infiltrara en la Iglesia. Actualmente, cuando ya es demasiado tarde, comienzan a quejarse de los problemas de la Iglesia, siendo que éstos fueron ocasionados simplemente por abusos tan evidentes que ya no se podían soportar. Ha habido grandes disensiones en relación con la misa y el sacramento. Tal vez al mundo se le está castigando por profanaciones de la misa como las permitidas en las iglesias durante tantos siglos por los mismos que habrían podido corregirlas, y que tenían la obligación de hacerlo. Porque en los Diez Mandamientos está escrito, Ex. 20, 7: El Señor no dejará sin castigo al que tome Su nombre en vano. Pero desde que el mundo existe, nada de lo que Dios ordenó parece haber sido tan mancilladas por sucio lucro como la misa.
Está también la idea que incrementó infinitamente las misas privadas, a saber, que Cristo, por su pasión, dio satisfacción por el pecado original e instituyó la misa en cuanto ofrenda por los pecados diarios, veniales y mortales. De ello ha surgido la idea común de que el acto exterior de la misa quita los pecados de los vivos y de los muertos. Entonces ellos comenzaron a debatir si una misa dicha por muchos vale tanto como una misa especial para alguien, y esto suscitó ese número infinito de misas. [Con ellas querían obtener de Dios todo lo que necesitaban, y entretanto la fe en Cristo y el verdadero culto fueron olvidados]. Nuestros maestros han señalado que esas posturas se apartan de las Sagradas Escrituras y disminuyen la gloria de la pasión de Cristo. Esta fue una oblación y una satisfacción no solamente por la culpa original sino también por todos los demás pecados, como está escrito en Hebr. 10, 10: Somos santificados por la ofrenda que Jesucristo hizo de una vez y para siempre. Y en 10, 14: Mediante una sola ofrenda Él perfeccionó para siempre a los santificados. [Es una inaudita innovación de la Iglesia sostener que Cristo por su muerte dio satisfacción sólo por el pecado original y no además por todos los demás pecados. Se espera, por lo tanto, que todos entiendan que este error no ha sido reprobado sin la debida razón].
La Escritura también enseña que somos justificados ante Dios por la fe en Cristo, cuando creemos que nuestros pecados son perdonados debido a El. Ahora bien, si el acto exterior de la misa quita los pecados de los vivos y los muertos, la justificación viene por obra de las misas y no de la fe, lo que la Escritura no avala. Cristo nos manda, Lucas 22, 19: Haced esto en memoria mía. En consecuencia, la misa se creó para que la fe de aquellos que recurren al sacramento recuerden qué beneficios recibe de Cristo, y que alegra y consuela la ansiedad de conciencia. Porque recordar a Cristo es recordar Sus beneficios y entender que de veras nos son ofrecidos. No basta recordar sólo la historia, cosa que también pueden hacer los judíos y los impíos. La misa, entonces, debe utilizarse para este fin, para que el sacramento [comunión] se administre a los que tienen necesidad de consuelo, como dice Ambrosio: como siempre he pecado, estoy siempre obligado a tomar el medicamento. [Por lo tanto este sacramento exige fe, y sin ella se le recibe en vano].
Ahora, al ser la misa una entrega del sacramento, tenemos una comunión en cada fiesta de guardar, y en otros días cuando se le administra a alguien que lo hubiera solicitado. Esta modalidad no es nueva en la Iglesia, visto que los Padres antes de Gregorio no hacen mención de misas privadas, aunque hablan mucho de la misa común [la comunión]. Crisóstomo dice que el sacerdote está diariamente ante el altar, invitando a algunos a la comunión y dejando de lado a otros. Parece desprenderse de los antiguos cánones que uno celebraba la misa, del cual todos los demás presbíteros y diáconos recibían el cuerpo del Señor, ya que el canon de Nicea dice: que los diáconos, de acuerdo a su orden, reciban después de los presbíteros la santa comunión, del obispo o de un presbítero. Y Pablo, 1 Cor. 11, 33, manda en relación a la comunión: esperaos los unos a los otros, para que haya una participación común.
Así pues, como la misa entre nosotros tiene el ejemplo de la Iglesia, tomado de la escritura y de los Padres, estamos seguros de que no se la puede rechazar, especialmente porque en su mayor parte las ceremonias públicas, al igual que las hasta ahora en uso, se mantienen; sólo el número de misas difiere, el cual, debido a muy grandes y manifiestos abusos, sin duda se puede reducir provechosamente. En tiempos antiguos ni aún en las iglesias más concurridas la misa no se celebraba todos los días, como atestigua la Historia Tripartita (Libro 9, cap. 33): En Alejandría, todos los miércoles y viernes se leen las Escrituras y los doctores las explican, y se hacen todas las cosas salvo el solemne rito de la comunión.
Artículo XXV: de la confesión.
La confesión en las iglesias no ha sido abolida entre nosotros porque es frecuente dar el cuerpo del Señor a aquellos previamente examinados y absueltos. Y se instruye muy cuidadosamente al pueblo acerca de la fe en la absolución, sobre la que antes había un silencio profundo. A nuestra gente se le enseña a apreciar enormemente la absolución como voz de Dios, y dada por mandato de Dios. Se les expresa el poder de las llaves en su belleza y se les recuerda qué gran consuelo aporta a las conciencias angustiadas, como asimismo que Dios requiere la fe para creer que dichas absoluciones son una voz desde el cielo, y que esa fe en Cristo realmente obtiene el perdón de los pecados. Antiguamente las satisfacciones eran inmoderadamente alabadas; de la fe y el mérito de Cristo y la rectitud de la fe no se hacía mención, de donde, en este punto, no hay que culpar en absoluto a nuestras iglesias. Es más, hasta nuestros adversarios deben reconocer que la doctrina del arrepentimiento ha sido muy diligentemente tratada y expuesta por nuestros maestros.
Pero de la confesión ellos enseñan que no es necesaria una enumeración de los pecados, y que no se angustien las conciencias por enumerar todos los pecados, pues ello es imposible, como atestigua el Salmo 19,13: ¿Quién puede comprender sus errores?. Y también Jeremías 17 9: El corazón es engañoso, quién puede conocerlo. Si no se perdonaran más que los pecados recopilados, las conciencias nunca podrían encontrar paz, porque hay muchísimos pecados que no ven o no recuerdan. Los autores antiguos también manifiestan que no es indispensable una enumeración. En los decretos se cita a Crisóstomo, que dice así: no os digo que debáis exponeros en público ni que os acuséis ante otros, sino que obedezcáis al profeta que os dice: "Revelad vuestro ser ante Dios". Confesad, pues, vuestros pecados ante Dios, el verdadero Juez, con la oración; decidle vuestros errores no con la lengua, sino con la memoria de vuestras conciencias, etc Y la glosa (Del arrepentimiento, distint. V, Cap. Consideret) admite que la confesión es sólo de derecho humano [no mandada por la Escritura, sino por la Iglesia]. No obstante, en base al gran beneficio de la absolución y porque es útil a la conciencia, la confesión se mantiene entre nosotros.
Artículo XXVI: de la distinción de las carnes.
Ha sido convicción general no sólo del pueblo sino también de los que enseñan en las iglesias, que diferenciar las carnes, y otras convenciones humanas parecidas, son actos merecedores de la gracia y capaces de dar satisfacción por los pecados. Según se sigue de lo anterior, el mundo cree que las nuevas ceremonias, nuevas órdenes, nuevos días festivos y nuevos ayunos fueron implantados día a día, y los maestros los exigieron en las iglesias como ritos necesarios para merecer la gracia, aterrando la conciencia popular si omitía alguno de ellos. De esa convicción acerca de las tradiciones, mucho perjuicio ha resultado en la Iglesia.
En primer lugar, aquélla ha obscurecido la doctrina de la gracia y de la rectitud de la fe, que es la parte principal del Evangelio y que debería destacarse como lo más esencial en la Iglesia, a fin de que el mérito de Cristo sea bien conocido y la fe, que cree que los pecados son perdonados por causa de Cristo, sea exaltada muy por encima de las obras. Por ello Pablo también enfatiza este artículo dejando de lado la ley y las tradiciones humanas, con el objeto de demostrar que la rectitud cristiana es distinta de esas obras: es la fe que cree que los pecados son perdonados misericordiosamente a causa de Cristo. Esta doctrina de Pablo ha sido casi totalmente sofocada por las convenciones, que han llevado a creer que al distinguir entre las carnes y otras atenciones, merecemos la gracia y la justificación. Al tratar del arrepentimiento no se hizo mención de la fe; sólo se destacaron aquellas obras de satisfacción en las que parecía consistir todo el arrepentimiento.
En segundo lugar, estas prácticas han oscurecido los mandamientos de Dios, porque fueron ubicadas muy por encima de éstos. Se creyó que el cristianismo consiste totalmente en la observancia de determinadas fiestas de guardar, ritos, ayunos y vestimentas, observancias que se habían ganado el exaltado concepto de ser la vida espiritual y perfecta. Mientras tanto, no se honraban los mandamientos de Dios de acuerdo a la vocación de cada uno, a saber, que el padre educa a su descendencia, la madre da a luz a los hijos, el príncipe rige a la comunidad. A éstas se las consideraba actividades mundanas e imperfectas, muy inferiores a esas brillantes observancias, y este error atormentaba grandemente a las conciencias devotas que lamentaban que a aquéllas se las tuviera como estados de vida imperfectos, como el matrimonio, el cargo de magistrado u otras funciones administrativas; por otra parte, admiraban a monjes y similares y falsamente imaginaban que la observancia de éstos era más aceptable a Dios.
En tercer lugar, las tradiciones conllevaron gran peligro para las conciencias; es imposible mantener todas las prácticas, pero aún así la gente creía que eran actos de culto necesarios. Gerson escribe que muchos se desesperaron y algunos incluso se suicidaron, porque sentían que no habían sido capaces de cumplir las tradiciones, y durante todo ese tiempo no recibieron consuelo alguno de la rectitud de la fe y la gracia. Vemos que ensayistas y teólogos recolectan las usanzas y buscan mitigaciones que alivien las conciencias, pero ésas no liberan lo suficiente, y a veces complican las conciencias aún más. Con la recopilación de estas tradiciones, las escuelas y sermones han estado tan ocupados que no han tenido tiempo para referirse a la Escritura y para buscar las, más provechosas, doctrinas de la fe, de la cruz, la esperanza, la dignidad de los asuntos públicos, el consuelo de conciencias dolorosamente puestas a prueba. De ahí que Gerson y algunos otros teólogos se hayan quejado airadamente de que estos esfuerzos concernientes a las costumbres les impidieron dedicar atención a un mejor tipo de doctrina. Agustín también prohíbe agobiar las conciencias con dichas observancias, y con prudencia aconseja a Januario que tales cosas le sean indiferentes; ésas son sus palabras.
Por tanto a nuestros maestros no debe reprochárseles haber tomado este asunto impetuosamente o por odio hacia los obispos, como algunos equivocadamente sospechan. Hubo gran necesidad de prevenir a las iglesias de estos errores, que han surgido de mal entender las tradiciones. El Evangelio nos urge a insistir a las iglesias en la doctrina de la gracia y de la rectitud de la fe, que no se puede entender si los hombres creen merecer la gracia debido a observancias de su elección.
Así, por lo tanto, han enseñado que de la observancia de las devociones humanas no podemos merecer la gracia o ser justificados y por tanto no debemos estimar los citados actos como de culto necesario. Añaden aquí mismo testimonios de la Escritura. Cristo, Mat. 15, 3, defiende a los apóstoles que no habían observado la tradición habitual, que evidentemente no se refiere a un asunto ilegal sino indiferente, con cierta afinidad con las purificaciones de la Ley, y dice, 9: En vano Me adoran con reglas hechas por el hombre. No exige, pues, servidumbres sin provecho. Poco después agrega: No es lo que le entra por la boca lo que hace impuro al hombre. Así también Pablo, Rom. 14, 17: El reino de Dios no es de carne y bebida. Col 2, 16: Que nadie os juzgue, pues, por la carne o la bebida o por el respeto a un día festivo o al sábado; y además: Si habéis muerto con Cristo a las iniciativas de este mundo ¿por qué, como si todavía viviereis en él, os sometéis a preceptos como: no tomes, no gustes, no toques? Y Pedro dice, Hechos 15, 10: ¿Por qué tentáis a vuestro Dios a poner un yugo al cuello de los discípulos, que ni nuestros padres ni nosotros pudimos soportar? Pero creemos que a través de la gracia del Señor Jesucristo seremos salvos al igual que ellos. Aquí Pedro prohíbe agobiar las conciencias con muchos ritos, ya sean de Moisés o de otros. Y en 1 Tim. 4,1.3 Pablo llama ‘doctrina de demonios’ a la prohibición de carnes, porque es contra el Evangelio decretar o hacer obras por cuyo intermedio podamos merecer la gracia, como si el cristianismo no pudiera existir sin esa pleitesía a Dios. En esto nuestros adversarios objetan que nuestros maestros se oponen a la disciplina y a la mortificación de la carne, como Jovino, pero lo que se aprende en los escritos de ellos es lo contrario: en relación con la cruz siempre han sostenido que a los cristianos les corresponde soportar aflicciones. Esta es la verdadera, sincera, y auténtica mortificación, es decir, ejercitarse con diversas aflicciones y ser crucificado con Cristo.
Por lo demás, enseñan que todo cristiano debe ejercitarse y someterse con restricciones corporales, o ejercicios corporales y trabajos para que ni la saciedad ni la pereza lo tienten a pecar, pero no porque tales ejercicios puedan merecerle la gracia o hacer satisfacción por los pecados. Y tal disciplina externa debería instarse en todo momento, no sólo en unos pocos días fijos. Cristo manda, Lucas 21, 34: Estad alertas, no sea que la disolución recargue vuestros corazones; también Mat. 17, 21: Pero esta clase no sale sino con oración y ayuno. Pablo dice también, 1 Cor. 9, 27: Más bien mantengo mi cuerpo y lo someto. Aquí se muestra claramente que él disciplinaba su cuerpo no para merecer así el perdón de los pecados, sino para tener su cuerpo sujeto y apto para las cosas espirituales y para el cumplimiento del deber de acuerdo a su vocación. Por lo tanto, no condenamos el ayuno en sí sino las prácticas que prescriben determinados días y carnes, con peligro de conciencia, como si dichas obras fueran una sujeción necesaria.
Sin embargo mantenemos muchísimas costumbres, lo que conduce a buen fin en la Iglesia, como el orden de las lecturas en la misa y las principales fiestas de guardar. Con todo, al mismo tiempo se alecciona a los hombres que esas observancias no justifican ante Dios, y que no deben ser pecado si se las omite sin ofensa. Esta libertad en los ritos humanos no era desconocida para los Padres. En oriente que celebraba la Pascua en otro fecha que en Roma y cuando en base a esta diversidad los romanos acusaron a la Iglesia Oriental de cisma, otros les señalaron que dichos usos no tienen por qué ser iguales en todas partes. Ireneo dice: la diversidad respecto del ayuno no destruye la armonía de la fe; como también el Papa Gregorio estima, en Dist. XII, que esa diversidad no viola la unidad de la Iglesia. La Historia Tripartita, libro 9, reúne muchos ejemplos de distintos ritos, más la siguiente declaración: no era interés de los apóstoles promulgar normas sobre días festivos, sino predicar la piedad y una vida santa [enseñar la fe y el amor].
Artículo XXVII: de los votos monásticos.
Nuestra doctrina de los votos monásticos se entenderá mejor si se recuerda lo que ha sido el estado de los monasterios, y cuántas cosas contrarias a los cánones se hacen allí a diario. En tiempos de Agustín eran asociaciones libres; después, cuando la disciplina se corrompió, en todas partes se añadieron votos con el fin de restaurarla, como en una prisión cuidadosamente planificada. Paulatinamente, y además de los votos, se fueron adicionando muchas otras normas, que encerraron a muchos antes de la edad legal, en contra de los cánones.
Muchos de ellos entraron en esta clase de vida por ignorancia e incapaces de juzgar sus propias fuerzas, sin perjuicio de que hubieran tenido la edad suficiente para ello. Así atrapados, fueron obligados a quedarse pese a que algunos habrían podido ser liberados por la benevolencia de los cánones. Y esto era más el caso en los conventos de mujeres que de monjes, aunque se debió mostrar más consideración hacia el sexo más débil. Este rigor disgustó a muchos hombres buenos antes de ahora, que vieron a jóvenes y doncellas arrojados de por vida a conventos. Vieron cuán lamentables resultados tuvo este procedimiento, los escándalos que ocasionó y qué trampas impuso a las conciencias!. Les ofendía que la autoridad de los cánones en cuestión tan delicada fuera totalmente abandonada y despreciada. A estos males se añadía la convicción relativa a los votos que, como es bien sabido, en esos tiempos disgustaba incluso a los más respetados monjes. Afirmaban que los votos son iguales que el bautismo, que por ese tipo de vida merecerían el perdón de los pecados y la justificación ante Dios. Más aún, añadían que la vida monástica no sólo merece la justificación ante Dios sino cosas aún más grandes, porque mantenía no sólo los preceptos sino también los llamados "consejos evangélicos".
Así hicieron creer que la profesión de vida monástica era mucho mejor que el bautismo y más meritoria que la de los magistrados y pastores y similares, que siguen sus vocaciones conforme a los mandamientos de Dios y no a servidumbres intauradas por el hombre. No pueden negar nada de esto, que figura en sus propios libros. [Por lo demás, una persona atrapada de esa manera y que ha entrado en un monasterio aprende poco sobre Cristo].
¿Qué pasó, pues, en los monasterios? En el pasado fueron escuelas de teología y otras ramas provechosas para la Iglesia, y de allí salieron pastores y obispos. Ahora es otra cosa. No es necesario repetir lo conocido por todos. Antes de juntaban para aprender, ahora a fingir que es un tipo de vida fundado para merecer la gracia y la justificación; y predican que es un estado de perfección, poniéndolo muy por encima de todos los demás ordenados por Dios. Estas cosas las hemos reiterado sin exageración odiosa, con la intención de que en este punto la doctrina de nuestros maestros pueda entenderse mejor.
En primer lugar, en lo concerniente a contraer matrimonio, enseñan que es legal que las personas que no estén hechas para el celibato contraigan matrimonio, porque los votos no pueden anular la ordenanza y mandamiento de Dios en 1 Cor. 7, 2: Para evitar la fornicación, que cada hombre tenga su propia mujer. Y no es únicamente el mandamiento, sino también la creación y la ordenanza de Dios, los que obligan a casarse a aquellos no exceptuados por un singular acto de Dios, según el texto de Gen 2, 18: No es bueno que el hombre esté solo. Por lo tanto, no pecan los que obedecen este mandamiento y precepto de Dios.
¿Qué objeciones se pueden hacer a lo anterior? Por mucho que el hombre exalte la obligatoriedad de tantos votos como quiera, no va a conseguir que éstos anulen el dictamen de Dios. Los cánones establecen que el derecho del superior está exceptuado en cada voto [que los votos no son vinculantes contra la decisión del Papa]; mucho menos vinculantes, por ende, son esos votos contra los mandamientos de Dios.
Ahora bien, si la obligatoriedad de los votos no se pudiera cambiar por causa alguna, los romanos pontífices nunca habrían podido conceder dispensas, dado que no es legítimo que el hombre anule una obligación sencillamente divina. Pero los romanos pontífices han juzgado prudentemente que hay que ser clementes con esta obligación, y por eso leemos que en muchas ocasiones han dispensado de los votos. Bien conocido es el caso del rey de Aragón llamado a salir del monasterio, y también hay ejemplos en nuestra propia época. [Ahora, si se han concedido dispensas en aras de intereses temporales, tantísimo más adecuado es que se las conceda por angustias de las almas].
En segundo lugar, ¿por qué nuestros adversarios exageran la obligatoriedad o el efecto de un voto cuando, al mismo tiempo, no tienen nada que decir de la naturaleza del voto en sí, que debería ser algo factible, libre y elegido espontánea y deliberadamente? No se ignora hasta qué punto la castidad perpetua está en el poder del hombre, ni cuán pocos son los que han tomado el voto espontánea y deliberadamente! Muchachos y doncellas, antes de ser capaces de juzgar, son persuadidos, y a veces obligados, a tomar el voto. Por ende no es justo insistir tan severamente en la obligación, ya que todos concuerdan en que es contra natura hacer un voto sin una acción espontánea y deliberada.
La mayoría de las leyes canónicas rescinden los votos hechos antes de los quince años de edad, cuando una persona no parece tener suficiente juicio como para decidir sobre algo perpetuo. Otro canon, más condescendiente con la debilidad humana, añade unos pocos años, al prohibir que se tome un voto antes de los dieciocho años de edad. Pero ¿cuál de estos cánones vamos a seguir? La mayoría tiene excusa para abandonar los monasterios, por haber tomado los votos antes de haber llegado a esas edades.
Por último, a pesar de que la violación de un voto podría ser censurable, no parece seguirse de eso que los matrimonios de esas personas deban ser disueltos. Agustín niega que deban ser disueltos (XXVII. quaest. I, Cap. Nuptiarum), y no ha de tenerse su autoridad en poca estima, pese a que posteriormente otras personas pensaran de otro modo.
Pero si bien el mandato de Dios concerniente al matrimonio libera de sus votos a muchos, nuestros maestros introducen también otro argumento sobre los votos para demostrar que son nulos de pleno derecho. Cada culto a Dios, elegido y ordenado de los hombres sin que Dios los haya dispuesto para merecer la justificación y gracia, es malvado, como Cristo dice Mat. 16, 9: En vano Me rinden culto con mandatos de los hombres. Y Pablo enseña en todas partes que la justificación no debe buscarse con nuestras propias celebraciones y actos de culto ideados por los hombres, sino que viene por la fe a aquellos que creen que son recibidos en la gracia de Dios por Cristo.
Pero es evidente que los monjes han enseñado que los servicios de origen humano dan satisfacción por los pecados y merecen gracia y justificación. ¿Qué es esto sino socavar la gloria de Cristo y oscurecer y negar la rectitud de la fe? De ello se deduce, por tanto, que los votos así tomados han sido sujeciones malvadas, y en consecuencia son nulas. Tal voto, adoptado contra el mandamiento de Dios, no es válido desde que (como expresa el canon) ningún voto debería sujetar al hombre a la maldad.
Pablo dice, Gal. 5, 4: Aquellos de vosotros que buscáis liberaros de culpa cumpliendo la ley, os habéis separado de Cristo, habéis caído de la gracia. Entonces, en aquellos que quieren ser justificados por sus votos Cristo no tiene ningún efecto, y se apartan de la gracia. Los que atribuyen la justificación a los votos adjudican a sus propias obras aquello que en rigor pertenece a la gloria de Cristo.
Tampoco puede negarse, ciertamente, que los monjes han proclamado que por sus votos y celebraciones se justificaban y merecía el perdón de los pecados; sí, y han inventado un absurdo todavía mayor, diciendo que podían participar de sus obras a otros. Si uno se inclinara a abundar en todo esto con mala intención, cuántas cosas podría reunir de las cuales incluso los monjes se avergüenzan ahora! Más allá de ello, convencieron a las personas de que las servidumbres decretadas por el hombre eran un estado de perfección cristiana. ¿No es eso asignar justificación a las obras? No es poca ofensa en la Iglesia imponerle al pueblo un servicio ideado por los hombres sin una orden de Dios, y enseñar que ese acto justifica al hombre. La rectitud de la fe, que es lo primero que se debe enseñar en la Iglesia, es opacada cuando estas maravillosas formas de culto angelicales, con su espectáculo de pobreza, humildad y celibato, se despliegan a los ojos de los hombres.
Por otra parte, se oscurecen los preceptos y el verdadero servicio de Dios cuando el pueblo oye que sólo los monjes se encuentran en estado de perfección. Porque la perfección cristiana es el temor a Dios desde el corazón, concebir una gran fe y confiar en que por Cristo tenemos un Dios que se ha reconciliado; pedir a Dios, y esperar confiadamente su ayuda, en todas las cosas que hay hacer según nuestra vocación; y ser diligentes en las buenas obras visibles y cumplir nuestra vocación. En estas cosas consisten la verdadera perfección y el verdadero servicio de Dios. No consisten en el celibato ni en la mendicidad o el vil vestuario. Pero el pueblo concibe muchas perniciosas ideas de los falsos elogios a la vida monástica: como oye que el celibato es alabado sin medida, lleva su vida matrimonial con ofensa a sus conciencias; y que sólo los mendigos son perfectos, por lo que mantiene sus posesiones y hace negocios con conciencia culpable. Oyen que es consejo evangélico no buscar venganza, por lo que algunos no temen tomarla en privado, al haber escuchado que es un mero consejo y no un mandamiento. Otros creen que el cristiano no puede asumir un cargo público o ser magistrado.
Constan ejemplos de hombres que, abandonando el matrimonio y la administración de la comunidad, se han escondido en monasterios. A esto le llaman huir del mundo y buscar una vida que sería más agradable a Dios. Tampoco ven que Dios debe ser servido en los mandamientos que El mismo ha dado y no en los elaborados por el hombre. Una vida buena y perfecta es la que sigue el mandamiento de Dios. Es necesario advertir a los hombres de estas cosas. En el pasado Gerson impugnó este error de los monjes en relación con la perfección, y atestiguó que en su día era una novedad el que la vida monástica fuera un estado de perfección.
Así pues, hay muchas concepciones impías insertas en los votos, a saber, que justifican, que constituyen la perfección cristiana, que siguen consejos y mandamientos, que tienen obras de supererogación. Todas estas cosas, al ser falsas y vacías, hacer de los votos algo nulo y sin valor.
Artículo XXVIII: del poder eclesiástico.
Ha habido gran controversia respecto del poder de los obispos, en la que algunos han confundido torpemente el poder de la Iglesia y el poder de la espada. Y de esta confusión han resultado muy grandes guerras y tumultos, mientras que los Pontífices, envalentonado por el poder de las llaves, no sólo han creado nuevas servidumbres y cargado conciencias con reserva de los casos y despiadadas excomuniones, sino que también han dado en transferir los reinos de este mundo y quitarle el imperio al emperador. Estos errores han sido desde hace mucho tiempo rechazados en la Iglesia por hombres sabios y piadosos. Nuestros maestros, por tanto, para consuelo de las conciencias, se vieron obligados a mostrar la diferencia entre el poder de la Iglesia y el poder de la espada, y enseñaron que ambos, por mandato de Dios, deben ser respetados y honrados como principales bendiciones de Dios sobre la Tierra.
Pero su opinión es que el poder de las llaves, o poder de los obispos, según el Evangelio, es un poder o mandato de Dios para predicar el Evangelio, remitir y retener los pecados, y administrar los sacramentos. Con ese mandato Cristo envía sus apóstoles, Juan 20, 21 y sgts.: Como mi Padre Me envió, así os envío Yo a vosotros. Recibid el Espíritu Santo. Cualesquiera pecados que remitáis serán remitidos, y cualesquiera que retengáis serán retenidos. Marc.16, 15: Id y predicad el evangelio a todas las creaturas.
Este poder es ejercido sólo por la enseñanza o la predicación del Evangelio y la administración de los sacramentos, de acuerdo a si la vocación es hacia muchos o hacia individuos. Por ese intermedio se conceden cosas no corporales sino eternas, como eterna justificación, el Espíritu Santo, la vida perdurable. Estas cosas no pueden venir sino por el ministerio de la Palabra y los sacramentos, como dice Pablo, Rom. 1, 16: El Evangelio es el poder de Dios para la salvación de todo el que cree. Por lo tanto, desde que el poder de la Iglesia garantiza cosas inmortales y se ejerce sólo por el ministerio de la Palabra, no interfiere con el gobierno público, no más que lo que el arte de cantar interfiere con éste, al ocuparse el gobierno de cosas distintas que las del evangelio. Los gobernantes no defienden mentes, sino órganos y cosas corporales contra lesiones manifiestas, y restringen a las personas con espada y castigos físicos a fin de preservar la justicia cívica y la paz.
Por consigueinte, no se debe confundir el poder de la Iglesia y el poder civil: el de la Iglesia tiene su propio encargo de predicar el evangelio y administrar los sacramentos. Que no irrumpa uno, pues, en los deberes del otro. Que no transfiera los reinos de este mundo ni derogue las normas de los gobernantes; que no abrogue la obediencia legal ni interfiera las sentencias relativas a materias cívicas o contratos, ni imponga reglas a los gobiernos en lo atingente a formas de comunidad. Como dice Cristo, Juan 18, 33: Mi reino no es de este mundo; y Lucas 12, 14: ¿Quién Me ha hecho juez o árbitro de vosotros? Pablo también dice, Fil. 3, 20: Nuestra ciudadanía está en los cielos; 2 Cor. 10, 4: Las armas de nuestra guerra no son carnales, sino poder de Dios capaz de derribar plazas fuertes. Según todo esto, nuestros maestros separan los deberes de ambos poderes y mandan que uno y otro sean honrados y reconocidos como dones y bendiciones de Dios. Si los obispos tienen algún poder de espada, lo tienen no en cuanto obispos por comisión del Evangelio, sino por ley humana de reyes y emperadores para la administración de lo que es suyo. Este, sin embargo, es cargo muy distinto del ministerio del Evangelio.
Por ende, cuando la cuestión se refiere a la jurisdicción de los obispos, hay que distinguir la autoridad pública de la jurisdicción eclesiástica. Una vez más, de acuerdo con el evangelio o, como ellos dicen, por derecho divino, los obispos como obispos —es decir, aquellos a quienes se ha confiado el ministerio de la Palabra y los sacramentos—, no tienen otra jurisdicción que la de perdonar los pecados, juzgar la doctrina, rechazar doctrinas contrarias al evangelio, y excluir de la comunión con la iglesia a los impíos cuya maldad se conozca, y todo esto sin fuerza humana, sólo con la Palabra. De allí que las congregaciones, necesariamente y por derecho divino, deben obedecerles, según Lucas 10, 16: El que os oyere, a Mí me oye. Pero cuando ordenan o enseñan algo contra el Evangelio, entonces las congregaciones tienen un mandamiento de Dios prohibiendo la obediencia, Mat. 7, 15: Cuidaos de los falsos profetas; Gal. 1, 8: Si un ángel del cielo predicara cualquier otro evangelio, sea anatema. 2 Cor. 13, 8: Nada podemos hacer contra de la verdad, sino para la verdad. También: El poder que el Señor Me ha dado es para la edificación, no para la destrucción. Lo mismo establecen las leyes canónicas (II. Q. VII. Cap., Sacerdotes, y Cap. Oves). Y Agustín (Contra Petiliani Epistolam): Tampoco debemos someternos a los obispos católicos si llegan a errar o a sostener algo contrario a la escritura canónica de Dios.
Si tienen cualquier otro poder o jurisdicción, de auditar y juzgar determinados casos, como matrimonios o diezmos, etc, lo tienen por derecho humano, materias a las cuales los príncipes están obligados incluso contra su voluntad, cuando los Ordinarios no imparten justicia a sus súbditos para el mantenimiento de la paz. Por otra parte, se discute si los obispos o pastores tienen el derecho de introducir ceremonias en la Iglesia y de impartir reglas para las carnes, días festivos, grados, esto es, órdenes de ministros, etc. Quienes dan este derecho a los obispos se refieren a este testimonio Juan 16, 12-13: Tengo aún muchas cosas que deciros, pero en este momento serían demasiadas para vosotros. Pero cuando venga el espíritu de la verdad, Él os guiará a toda la verdad. También citan el ejemplo de los apóstoles, que mandan a abstenerse de sangre y de cosas estranguladas, Hechos 15, 29. Se refieren al sábado como transformado a día del Señor, contrariamente al Decálogo, según parece. Tampoco hay ejemplo de que hagan algo más que ocuparse de modificar el sábado. Grande, dicen, es el poder de la Iglesia, que ha prescindido de uno de los Diez Mandamientos!
Pero en relación a esta cuestión, por nuestra parte se enseña (como ya se ha demostrado arriba) que los obispos no tienen potestad para decretar nada en contra del Evangelio. Las leyes canónicas sostienen la misma cosa (Dist. IX). Ahora, va en contra de las Escrituras establecer o exigir la observancia de tradiciones a fin de que por las referidas observancias podamos hacer satisfacción por los pecados y merecer la gracia y la justificación. Se menoscaba la gloria de los méritos de Cristo cuando, por esas conmemoraciones, intentamos merecer la justificación. Es evidente que por esa percepción las devociones se han multiplicado casi hasta el infinito en la Iglesia, mientras se ha suprimido la doctrina de la fe y la rectitud de la fe. Se han decretado cada vez más días festivos y ayunos, y se han fijado nuevas ceremonias y ritos en honor de los santos, porque sus autores creyeron que por esas acciones merecían la gracia. Así, en tiempos pasados se incrementaron los cánones penitenciales, de lo cual todavía vemos algunas huellas en las satisfacciones.
Una vez más, los autores de las devociones tradiciones actúan contra la orden de Dios cuando encuentran pecado en los alimentos, días y cosas semejantes, y cargan a la Iglesia con la servidumbre de la ley, como si debiera haber entre los cristianos, para merecer la justificación, un servicio como el levirato cuya organización hubiera encomendado Dios a los apóstoles y obispos. Eso escriben algunos de ellos, y en cierta medida los Pontífices parecen haber sido inducidos a error por el ejemplo de la ley de Moisés. Son cargas, pues, ya que declaran que es pecado mortal, aún sin ofensa a los demás, hacer trabajos manuales en días festivos, omitir las horas canónicas, que ciertos alimentos hacen impura a conciencia, que los ayunos son acciones que propician a Dios, que el pecado en un caso reservado no puede ser perdonado sino por la autoridad de quine lo ha reservado, siendo que los propios cánones sólo hablan de la reserva del castigo eclesiástico, y no de la reserva de la culpa.
¿De dónde tienen los obispos el derecho a imponer estas devociones a la Iglesia para entrampar las conciencias, cuando Pedro, Hechos 15, 10, prohíbe a poner un yugo al cuello de los discípulos, y Pablo dice, 2 Cor. 13, 10, que el poder le fue dado para la edificación y no para la destrucción? ¿Por qué, por lo tanto, aumentan los pecados con estas usanzas?
Sin embargo, hay claros testimonios que prohíben la creación de dichas tradiciones como si merecieran la gracia o fueran necesarias para la salvación. Pablo dice, Col 2, 16-23: Que nadie os juzgue en la carne, o en la bebida, o por un día de guardar, o por la luna nueva o el sábado. Si habéis muerto con Cristo desde los comienzos del mundo, ¿por qué, como si viviereis en el mundo, estáis sujetos a las ordenanzas (no tocar, no saborear, no tomar, todos los que deben perecer con el uso) según los mandatos y doctrinas humanos! cosas que sin duda tienen una muestra de sabiduría. También en Tito 1, 14, prohíbe abiertamente las tradiciones: no prestar oído a fábulas judías y mandamientos humanos que se apartan de la verdad.
Y Cristo, Mat. 15, 14. 15, 14. 13, dice de aquellos que requieren tradiciones: dejadlos, que son ciegos guiando a otros ciegos; y rechaza dichas servidumbres: lo que no haya plantado Mi Padre celestial, hay que arrancarlo. Si los obispos tienen derecho a abrumar a las iglesias con infinidad de formalidades, y para entrampar las conciencias, ¿por qué con tanta frecuencia las Escrituras prohíben hacer, y escuchar, las formalidades? ¿Por qué las llama "doctrinas de demonios"? 1 Tim. 4, 1. ¿Fue en vano que el Espíritu Santo previno de estas cosas?
Dado que, por lo tanto, las ordenanzas instituídas como cosas necesarias o en la creencia de que merecen la gracia, son contrarias al Evangelio, se deduce que no es legítimo que un obispo decrete o exija dichos ritos. Para ello es necesario que la doctrina de la libertad cristiana sea resguardada en las iglesias, a saber, que la servidumbre de la ley no es necesaria para la justificación, como está escrito en la epístola a los Gálatas, 5,1: no os dejéis someter nuevamente al yugo de la esclavitud. Es necesario preservar el principal artículo del Evangelio, esto es, que obtenemos la gracia libremente por la fe en Cristo, y no por determinadas celebraciones o actos de culto ideados por el hombre. ¿Qué debemos pensar, pues, del domingo y otros ritos en la casa de Dios? A esto respondemos que es legítimo que obispos o pastores instruyan que las cosas se hagan ordenadamente en la Iglesia, no de que de allí mereceremos la gracia o daremos satisfacción por los pecados, o que las conciencias están obligadas a considerarlos servicios necesarios o creer que es pecado para romperlos sin ofender a los demás. Así que Pablo ordena, 1 Cor. 11, 5, que las mujeres cubran sus cabezas en la congregación, y 1 Cor. 14, 30, que los intérpretes sean escuchados por turno en la iglesia, etc
Es correcto que las iglesias mantengan esas reglas en pro del amor y la tranquilidad, en al medida en que uno no ofenda a los demás, que todas las cosas se pueden hacer en las iglesias ordenadamente y sin confusiones, 1 Cor. 14, 40; comp. Fil. 2, 14; sino para que no se haga creer que son necesarias para la salvación, o que pecan al infringirlas sin ofender a otros; ya que nadie va a decir que peca una mujer que sale en público con la cabeza descubierta, siempre que no ofenda.
De este tipo es la celebración del día del Señor, Pascua, Pentecostés, y otros días festivos semejantes. Se equivocan quienes suponen que la celebración del Día del Señor en lugar del sábado fue dipuesto como cosa necesaria por la autoridad de la Iglesia. La Escritura derogó el sábado, al enseñar que a partir de la revelación el Evangelio se pueden omitir todas las ceremonias de Moisés. Pero como se requería establecer un día determinado para que la gente supiera cuándo debe reunirse, parece que la Iglesia designó el Día del Señor con ese propósito; y particularmente con una razón adicional, que el hombre tuviera un ejemplo de libertad cristiana sabiendo que no es necesaria la observancia del sábado ni de cualquier otro día.
Hay disputas monstruosas acerca de las modificaciones a la ley, las ceremonias de la nueva ley, el cambio del sábado, todos las cuales han surgido de la falsa creencia de que en la iglesia se necesita un servicio como el levirato, y de que Cristo mandó a los apóstoles y obispos idear nuevas ceremonias necesarias para la salvación. Estos errores se deslizaron en la Iglesia cuando la rectitud de la fe no fue enseñada con suficiente claridad. Algunos alegan que la observancia del día del Señor ciertamente no es de derecho divino, sino algo parecido. Instruyen respecto de los días festivos, hasta qué punto es legal trabajar. ¿Qué otra cosa son dichas disputas sino trampas para las conciencias? A pesar de que se orientan a modificar las devociones, no se percibe mitigación en la medida en que lse sigue creyendo que son necesarios, las que permanecen allí donde la rectitud de la fe cristiana y la libertad no se conocen.
En Hechos 15, 20 los apóstoles mandan abstenerse de sangre. ¿Quién observa eso hoy en día? Y, sin embargo, no hacerlo no es pecado, desde que ni los mismos apóstoles quisieron cargar las conciencias con tal servidumbre, sino que lo prohibieron durante un tiempo para evitar ofensas. En este decreto debemos considerar perpetuamente el objetivo del Evangelio.
Casi no se conservan cánones con exactitud, y día a día muchas quedan fuera de uso, incluso entre aquellos que son los más celosos defensores de las tradiciones. Y no hay que dar la debida consideración a las conciencias a menos que se observe esta prevención, que sepamos que los cánones se mantienen sin la creencia de que son necesarios, y que no se haga daño a las conciencias a pesar de que las tradiciones hayan quedado fuera de uso. Neither can due regard be paid to consciences unless this mitigation be observed, that we know that the Canons are kept without holding them to be necessary, and that no harm is done consciences,
Pero los obispos conservarían fácilmente la obediencia legal de las personas si no insistieran tanto en observancias que no se puede mantener con buena conciencia. Ahora mandan el celibato; no admiten a nadie a menos que juren que no van a enseñar la pura doctrina del Evangelio. Las iglesias no pedimos que los obispos restablezcan la concordia a expensas de su honor; lo cual, no obstante, sería lo que los buenos pastores deberían hacer. Sólo pedimos que levanten cargas injustas que sean nuevas y se hayan recibida en contra de la costumbre de la Iglesia Católica. Puede ser que en al comienzo haya habido razones plausibles para algunos de estos preceptos, pero que ya no sean idóneas para épocas posteriores. También es evidente que algunas fueron adoptadas en base a concepciones erróneas. Por lo tanto, sería adecuado a la clemencia de los Pontífices mitigarlas ahora, en razón de que dicha modificación no socava la unidad de la Iglesia. Con el tiempo se han modificado muchas costumbres humanas, como muestran los propios cánones. Pero si fuera imposible obtener una reducción de aquellas celebraciones que se puedan mantener sin pecado, estamos obligados a seguir la regla apostólica, Hechos 5, 29, que nos ordena obedecer a Dios antes que a los hombres.
1 Ped. 5, 3, prohíbe a los obispos ser señores y mandar en las iglesias. No es nuestra intención hoy en día quitarles el mando a los obispos, sino pedirles una sola cosa, que permitan que se enseñe puramente, y que relajen algunas pocas observancias que no se pueden mantener sin pecado. Pero si no hacen ninguna concesión, deberán ver cómo darán cuenta a Dios por dar motivo, debido a su obstinación, a un cisma.
Conclusión.
Estos son los principales artículos que parecen estar en controversia. Pese a que podríamos haber hablado de más abusos, para evitar la excesiva longitud hemos establecido nada más que los puntos esenciales, a partir de los cual se puede juzgar el resto fácilmente. Ha habido grandes quejas respecto de las indulgencias, peregrinaciones y el abuso de excomuniones; las parroquias han sido humilladas de muchas maneras por los intermediarios de indulgencias; y hubo un sinfín de discusiones entre pastores y monjes en relación con el derecho parroquial, las confesiones, entierros, sermones en ocasiones extraordinarias, y otras innumerables cosas. Hemos desestimado cuestiones de este tipo de manera que, habiendo enunciado brevemente los principales puntos en esta materia, éstos se entiendan más fácilmente. Tampoco se ha dicho o argumentado nada aquí en contra de ninguno de ellos. Sólo se han mencionado los temas que creímos necesarios para que se entendiera que en doctrina y ceremonias, nada hemos admitido en contra de la Escritura o de la Iglesia católica. Es evidente que hemos tenido el más diligente cuidado de que ninguna doctrina nueva e impía se infiltre en nuestras iglesias. Deseamos presentar los artículos anteriores en conformidad con el edicto de Vuestra Majestad Imperial, con el fin de exponer nuestra confesión y que la gente vea una síntesis de la doctrina de nuestros maestros. Si hubiera algo que alguien pudiera desear en esta Confesión, estamos dispuestos, Dios mediante, a presentar información más amplia de acuerdo a las Escrituras.
De Vuestra Majestad Imperial fieles súbditos,
Juan, duque de Sajonia, Elector.
Jorge, Margrave de Brandenburgo.
Ernesto, duque de Lueneberg.
Felipe, Landgrave de Hesse.
Juan Federico, duque de Sajonia.
Francisco, duque de Lueneburg.
Wolfgang, Príncipe de Anhalt.
Senado y Magistratura de Nuremberg.
Senado de Reutlingen.
Traducido al inglés por F. Bente and W. HT Dau
Publicado en: Triglot Concordia: Los libros simbólicos de la Iglesia Evangéliva Luterana (St. Louis: Concordia Publishing House, 1921), pp. 37-95.
Véase asimismo
Credo de Nicea
Credo de los apóstoles
Credo de Atanasio
Pequeño Catecismo de Lutero
Luteranismo
Esta traducción ha sido hecha por: María Victoria Castillo
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La página web principal de CREER (y el índice a los temas) está en: http://mb-soft.com/believe/beliespm.html