? (1) Lucas 23:34;
? (2) Lucas 23:43;
? (3) Juan 19:26;
? (4) Mateo 27:46, Marcos 15:34;
? (5) Juan 19:28;
? (6) Juan 19:30;
? (7) Lucas 23:46.
Fue cuando lo clavaron en la cruz y dividieron su túnica, que El pronunció la primera de las llamadas “Siete palabras”: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). [4. La autenticidad de estas palabras ha sido cuestionada, pero tanto la evidencia interna como la externa exigen retenerlas]. Incluso la referencia en este ruego a lo que “hacen” (ni en pasado ni en futuro) alude primero que nada a los soldados, si bien no son ciertamente el único objeto del ruego del Salvador [b Comp. Hechos iii. 17; 1 Cor. ii. 8]. [5. Sería presuntuoso determinar el alcance de la súplica. Tiendo a concordar con Nebe en que se extiende a todos (gentiles y judíos) quienes, en su participación en los tormentos infligidos a Jesús, actuaban en ignorancia]. Pero también nos vienen pensamientos más elevados. En el momento de la degradación más profunda de la naturaleza humana de Cristo, más esplendorosamente se manifiesta su naturaleza divina. Es como si el Salvador dejara de lado todo lo meramente humano de sus padecimientos, así como antes rechazara la copa de vino estupefaciente. Estos soldados no eran más que los instrumentos inconscientes: la forma no era nada; la pugna era entre el reino de Dios y el de la oscuridad, entre el Cristo y Satán, y estos sufrimientos no eran sino la ruta necesaria de la obediencia, el triunfo y la victoria. Cuando más humano es El (en el momento de ser clavado en la cruz), es más divino, en el completo descarte de los elementos de instrumentalidad y dolor humanos. En el total renunciamiento del Dios-Hombre, que es uno de los matices de la encarnación, El recuerda exclusivamente la misericordia divina y ora por quienes lo crucifican; y de ese modo el vencido conquista a sus conquistadores pidiendo para ellos lo que sus actos habían merecido. En esa frase que, al igual que la última, comienza con “Padre”, Cristo muestra, por su fé y filialidad inquebrantables, su verdadera victoria espiritual. Esta no es sólo para los mártires, que así aprendieron a orar como El, sino para todos los que, en medio de lo que parece más opuesto a ello, se alzan más allá del mero entorno hasta realizar la fe y la filiación con Dios como “el Padre”; aquellos que a través de la oscura cortina de nubes disciernen el cielo brillante y experimentan la seguridad inamovible, si no la alegría intacta, de la certeza absoluta. Ésta era su Primera Palabra en la cruz en lo relativo a ellos, a El y a Dios. Con seguridad, no sufrió así el Hombre.
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Aquí comenzó la verdadera agonía física, mental y espiritual en la cruz. Era la agotadora, inaliviable espera a medida que la creciente oscuridad lo iba envolviendo. Luego de su esfuerzo al clavar a Jesús en la cruz, levantarla y fijarla, y antes de sentarse a su guardia al crucificado [San Mateo], los soldados se refrescaron con sorbos del vino barato del país. A medida que lo tragaban, en su grosera vulgaridad bebieron a Su salud y, socarrones, se acercaron a El diciéndole que brindara con ellos.
Sus pullas, desde luego, no iban dirigidas especialmente contra Jesús en lo personal, sino en la representatividad que revestía, y por esa vía contra los odiados y desdeñados judíos, a cuyo rey desafiaban ahora despectivamente a salvarse a sí mismo [San Lucas]. Pero incluso así, que El fuera tratado y desairado en su representatividad y como rey de los judíos, nos parece de la más profunda significación; es un inesperado testimonio de la historia, tanto respecto al carácter de Jesús como al futuro de Israel. Pero lo que desde cualquier punto de vista hallamos tan difícil de entender, es la indecible degradación de los líderes de Israel, su suicidio moral respecto de la esperanza y la existencia espiritual de Israel.
Allí, en esa cruz pendía El, que encarnaba la magnífica esperanza de la nación; que incluso a vista de sus enemigos sufría hasta el extremo por ese ideal, sin renunciar a él sino aferrándosele inquebrantable; Aquél a cuya vida e incluso enseñanzas no se podía oponer objeción alguna, excepto la de esa concepción magnífica. Y sin embargo, cuando ésta les llegó en medio de las chirigotas de esta soldadesca pagana, no evocó en ellos ningún elevado pensamiento, sino la indescriptible bajeza de unirse a las bufonadas contra la gran esperanza de Israel, y de conducir el coro popular en ellas! Sin duda, quizá por dejar de lado el mofarse de Israel, las tomaron y trataron de dirigirlas contra Jesús; y lideraron a la chusma en patéticos intentos de ultraje. ¿No habrá sentido ninguno de aquellos que tanto Lo escarnecieron en todos los principales hitos de Su obra, que (así como Judas vendiera al Maestro por nada y se suicidara) estaban haciendo lo mismo con sus esperanzas mesiánicas? Porque sus burlas menospreciaron los cuatro grandes hechos de la vida y obra de Jesús, que eran también los pilares del reino Mesiánico: la nueva relación a la religión de Israel y el templo (“Tú que destruías el Templo y lo reconstruías en tres días”); el nuevo vínculo con el Padre a través del Mesías, el Hijo de Dios (“si fueras el Hijo de Dios”); la nueva y suficiente ayuda traída al cuerpo y al alma en la salvación (“El salvó a otros”); y finalmente, el nuevo lazo con Israel en el cumplimiento y perfeccionamiento de su misión a través de su rey (“si El fuera rey de Israel”).
En todo esto el sarcástico desafío de los Sanhedristas, de bajar de la cruz y salvarse a Sí mismo para que creyeran en El, constituyó lo que San Mateo y San Marcos caracterizan como 'blasfemia' [1. Ambos evangelistas designan con ese término el comportamiento de los espectadores, traducido como “insulto”, “ultraje”, en la Versión Autorizada (de la Escritura)]. Comparemos las de aquéllos con las narraciones de San Lucas y de San Juan. La de San Lucas se lee como el informe de alguien que estuvo bastante cerca, tal vez participando en la crucifixión. [2. Sus particularidades son (además del cartel): qué pasó camino al Gólgota (Sn. Lucas xxiii. 27-31); la plegaria al ser puesto en la cruz (ver. 34 a); la conducta de los soldados (vs. 36, 37); la conversión del buen ladrón; y las últimas palabras en la cruz (ver. 46)]. Casi se podría sugerir que fueron proporcionadas por el Centurión [3. No hay pruebas de que éste estuviera todavía allí cuando el soldado perforó el costado del Salvador (Sn. Juan xix 31-37). El relato de San Juan es claramente el de un testigo presencial, y judaico [1. por los típicos detalles y las citas del Antiguo Testamento].
A medida que comparamos tanto el molde general judaico y las citas del Antiguo Testamento en éste con otras partes del cuarto Evangelio, sentimos que (como sucede tan a menudo) bajo la influencia de las más fuertes emociones, el posterior desarrollo y peculiar modo de pensar de tantos años después se había borrado de la mente de San Juan, o más bien había dado paso a conceptos y modos de hablar judíos, que le habían sido familiares en tiempos pasados. Por su parte, el relato de San Mateo parece escrito desde el punto de vista sacerdotal, como provisto por alguien allí presente del grupo de los sacerdotes o Sanhedrista. Y aún se nos vienen otras inferencias. Primero, hay una notable relación entre lo que San Lucas cita como dicho por los soldados: 'si eres el rey de los judíos, sálvate a Ti mismo', y las palabras en San Mateo: [Sn. Mat. t. xxvii. 42]. Salvó a otros, pero no puede salvarse a Sí mismo. Él [2. La palabra 'si' (“si El”) en nuestra versión es espuria] es el rey de Israel! Que baje de la cruz, y creeremos en El!'. Esas son expresiones de los Sanhedristas, y parecen responder a las de los soldados, según lo señalado por San Lucas, e ir más allá. El 'si' de los soldados: 'Si eres el rey de los judíos', se vuelve ahora una blasfemia directa. Mientras reflexionamos sobre esto parece hacerse eco, y ahora con una risa de triunfo infernal, del anterior desafío judío por un signo exterior, infalible, que demostrara Su condición mesiánica.
Y también toman, y vuelven a hacer eco, lo que Satanás pusiera ante Jesús en la tentación en el desierto. Al comienzos de Su obra el Tentador había sugerido que el Cristo tendría que lograr victoria absoluta por un acto de presuntuosa autoafirmación, completamente opuesto a Su espíritu, pero que Satanás presentaba como acto de confianza en Dios, que El ciertamente tenía. Y ahora, al término de Su obra mesiánica, el Tentador sugirió en el desafío de los Sanhedristas, que Jesús había sido absolutamente derrotado y que Dios había desconocido públicamente la confianza que el Cristo había puesto en El. “El confió en Dios: que Dios lo libre ahora, si es que quiere recibirlo”. [3. Esta es la traducción literal. “Si quiere recibirlo” es “si se complace en El”]. Aquí, como en la tentación en el desierto, las palabras aplicadas erróneamente eran las de la Sagrada Escritura, en este caso las del Salmo xxii 8. La referencia, según la hicieron los Sanhedristas, es tanto más notable cuanto que, contrariamente a lo que se suele afirmar, la antigua Sinagoga aplicaba ese salmo al Mesías [1. Véase Apéndice IX]. Más especial aún era el versículo [Salmo xxii. 7] que precede a la sardónica referencia de los Sanhedristas, expresamente aplicada a los dolores y escarnios que el Mesías tenía que padecer de sus enemigos: ”todos los que me ven se ríen de Mi con desprecio: estiran los labios, sacuden la cabeza” [b Yalkut sobre Isa. lx. vol. ii. p. 56 d, las líneas 12 y sgts., desde abajo]. [2. En realidad Meyer sostiene que los judíos no aplicaban mesiánicamente el Salmo xxiii, y otros autores apoyan su opinión. Pero la objeción de que los Sanhedristas no podrían haber citado este versículo, que los habría identificado como los malvados descritos en el salmo, no vale si se tiene en cuenta el hábito que tenían de los judíos de citar descuidadamente el Antiguo Testamento].
El menosprecio de los Sanhedristas ante la cruz no era, según hemos dicho, enteramente espontáneo, sino que tenía un motivo especial: el lugar de la Crucifixión estaba cerca del gran camino que conducía desde el norte a Jerusalén. En ese día festivo en que no había ley que limitara, como en el día de descanso semanal, los viajes de un “día de Sabbath”, mucha gente pasaría hacia y desde la ciudad y naturalmente se detendría ante el espectáculo de las tres cruces, impresionada por el cartel sobre la cruz de Cristo. En relación a lo que se sabía de Jesús, las palabras que describían a la Víctima como 'el rey de los judíos' deben haber suscitado preguntas muy incómodas. Eso era lo que la presencia de los Sanhedristas tenía por objeto prevenir, desviando la atención popular en otra dirección. Se trataba precisamente del escarnio y la discusión que interesarían al burdo realismo del pueblo, tan a menudo y erróneamente denominado 'sentido común'. Significativamente, San Lucas atribuye el escarnio de Jesús solamente a los dirigentes [3. En Sn. Lucas xxiii. 35, las palabras 'con ellos' son espurias] y repetimos que las de los espectadores, registradas por San Mateo y San Marcos, fueron incitadas por ellos. Aquí la culpa principal fue asimismo de los líderes del pueblo [4. San Marcos introduce los dichos ultrajantes (xv 29) con la partícula “ova” ('Ah') que en el N.T. figura exclusivamente aquí. Es evidentemente el 'Vah' latino, exclamación de admiración irónica (véanse Bengel y Nebe, ad. loc.). La expresión literal fue 'Ha! Demoledor del santuario y reconstructor del él en tres días, sálvate a Ti mismo'. Excepto la partícula introductoria y el orden de las palabras, éstas son las mismas que en San Mateo].
Otra cosa de San Lucas confirma nuestra impresión de que su narración proviene de alguien que estuvo muy cerca de la cruz, probablemente tomando parte oficial en la Crucifixión. San Mateo y San Marcos simplemente observan que a los insultos de los Sanhedristas y del pueblo se unieron los ladrones crucificados [5. El lenguaje de San Mateo y San Marcos es absolutamente general, y se refiere a los 'ladrones'; el de San Lucas es preciso y detallado]. Pero no concuerdo con aquellos que, en aras de la 'armonía', presentan al ladrón penitente unido a las blasfemias de su camarada antes de volverse hacia Cristo. No niego que ese cambio tan repentino puede haber ocurrido, pero no hay evidencia de ello en el texto; la suposición de que el ladrón penitente primero blasfemaba da lugar a muchas incongruencias y no parece acomodarse al trozo]. Creemos que ese rasgo es verdadero no sólo psicológicamente sino de la más probable ocurrencia, ya que cualquier posible consuelo o alivio de sus sufrimientos se pudo lograr mejor uniéndose al desprecio de los líderes y concentrando en Jesús la indignación popular. Pero San Lucas también registra una diferencia vital entre los dos 'ladrones' en la cruz [1. La tradición llama Gestas al ladrón impenitente, nombre que Keim identifica con “silenciado, empedernido”, aunque la aproximación me parece forzada. El buen ladrón es llamado Dismas, que yo diría que se deriva del sentido de 'ocaso' (del sol): el que se vuelve hacia el sol poniente. Muy imaginativamente, Sepp considera griego al ladrón penitente, y negro al impenitente].
El ladrón impenitente hace suya la burla de los Sanhedristas: '¿No eres acaso el Cristo? [2. Así, según la lectura correcta] ¡Sálvate a Ti mismo y a nosotros!'. Esta sorna es tanto más significativa —tanto en su efecto en la majestuosa serenidad y compasivo amor del Salvador en la cruz, como en la elocución del 'buen ladrón'—, cuanto que, por extraño que parezca, era un fenómeno reconocido por los historiadores [3. Ver las citas en Nebe, ii. 258.]: los crucificados acostumbraban proferir insultos e imprecaciones a los espectadores; quizás su naturaleza apremiada buscaba alivio en tales arrebatos, pero no así cuando el corazón era tocado por arrepentimiento verdadero. Si bien un estudio más acucioso de los dichos del 'ladrón penitente' podría disminuir el pleno sentido que les da la visión tradicional, ganan mucho cuando examinamos su realidad histórica. Las primeras palabras del ladrón fueron un reproche a su camarada: en esa hora terrible, en medio de los tormentos de una muerte lenta ¿no le llegó a este último el temor de Dios, al menos para impedirle unirse a las mofas de los que insultaban los agónicos estertores del Sufriente? [4. “¿Ni siquiera temes a Dios viendo que estás en la misma situación?' Aquí “situación” es la condena, los sufrimientos de la cruz; y la implicancia es: sufriendo como estás, igual que El ¿puedes unirte a las burla de la plebe? ¿Ni siquiera temes a Dios? ¿No debe el temor a El llegar hasta tu alma, o al menos impedirte insultar a la víctima moribunda? Todo esto, dadas las circunstancias que se describen luego].
En las referidas circunstancias, tres eran los condenados, dos de ellos con justicia, pero Aquel a quien insultaban no había hecho ningún mal; en base a esto el penitente se elevó rápidamente a la cúspide de la fe. Esto no es infrecuente cuando se aprenden las lecciones de la verdad en la escuela de la gracia; sólo que aquí destaca contra el oscuro fondo contra el cual se le delinea en contornos amplios y brillantes. La hora del más profundo oprobio del Cristo, como todos los momentos de Su mayor humillación, tenía que caracterizarse por la manifestación de Su gloria y divina condición, como quien dice por el testimonio de Dios a El en la historia, si no por la voz de Dios desde el cielo. En cuanto al 'penitente' mismo, advertimos la superación en su alma. Nadie ignoraba, y mucho menos los llevados con El a la crucifixión, que Jesús no pagaba por ningún delito o movimiento político, sino por declarar que encarnaba la gran esperanza de Israel, y haber sido rechazado por sus líderes. Y si alguien lo ignoraba, el 'título' sobre la cruz y la enconada enemistad de los Sanhedristas —que lo seguían con insultos y afrentas a las que incluso la humanidad corriente, y aún más el sentimiento judío, habrían impuesto silencio, si no compasión—, deben haber mostrado los motivos de la 'condena' de Jesús. Pero una vez percibido todo esto, el avance era rápido. En horas extremas un hombre puede autoengañarse y confundir fatalmente el miedo con el temor de Dios, y el recuerdo de cierto conocimiento externo, con experiencia espiritual. Pero si efectivamente aprende de tales pruebas, lo asimilado en años se puede comprimir en momentos, y el ladrón que moría en la cruz pudo haber superado con creces la sabiduría lograda por los apóstoles en sus años de seguir a Cristo.
Una cosa irrumpió en la mente del 'buen ladrón', que en esa hora temió a Dios. Jesús no había hecho nada malo, y ello rodeó con un halo de gloria moral la inscripción en la cruz, mucho antes de que su lectura adquiriera un nuevo significado. ¿Pero cómo se adentró en el dolor este Inocente? Por real derecho, no en un sentido terrenal sino en aquel único sentido en que El reclamó el Reino. Así les había hablado a las mujeres que se condolían por El cuando su debilitado cuerpo no soportaba el peso de la cruz; y así rechazó el trago que habría adormecido Su conciencia y sensibilidad.
De ese modo, mientras a los tres los estiraban sobre la viga transversal —y, en el primer y más agudo espasmo de dolor los clavos les fueron introducidos con terribles martillazos en la carne trémula—, en la indecible agonía que siguió a los primeros momentos de la Crucifixión, sólo pasó por los labios de Cristo una súplica por los ignorantes instrumentos de Su tortura. Sin embargo El, que sufrió tan cruelmente, era inocente. Todo lo que siguió sólo debe haber ahondado esa convicción. Con qué entereza y majestuoso silencio había soportado El el agravio y las mofas de los que hasta al ojo no espiritualmente iluminado le habrían parecido tan infinitamente inferiores a El! Este ladrón, que ahora aprendía la lección de que el temor de Dios es verdaderamente el principio de la sabiduría, sí sentía 'miedo' de Dios. Y una vez que hiciera lugar al elemento moral, cuando por temor a Dios reprendió a su compañero, esa decisión fue para él, como sucede a menudo, el principio de la vida espiritual. Y se irguió rápidamente hacia la luz: 'Señor, acuérdate de mí cuando estés en Tu reino!'. Estas conocidas palabras de nuestra Versión Autorizada sugieren una faceta más espiritual de la petición, si bien creemos que en ese momento no implicó, ya sea que Cristo iba a Su reino o que el 'ladrón paciente' Le impetraba la admisión en el reino divino. Los dichos son propios de la perspectiva judía de este hombre que, por un maravilloso impulso de fe, reconoció y tuvo a Jesús por Mesías, incluso en el colmo de Su deshonra. Esto sobrepasó inmediatamente el punto de vista judío ya que, cuando Le suplicó que en Su misericordia se acordara de él, esperaba que Jesús volviera pronto en su Real poder y majestad.
Aquí hay que tener presente que durante la vida de Cristo en la Tierra, y por cierto antes de la venida del Espíritu Santo, la gente siempre aprendió primero a creer en la persona del Cristo, y luego en Su misión y Su mensaje sobre el perdón de los pecados. Y así fue también en este caso. Si el 'ladrón penitente' aprendió a conocer al Cristo y pedir la gracia del reconocimiento en su reino venidero, la tranquilizadora respuesta del Señor le dió no solamente el consuelo de que su ruego había sido atendido, sino también cosas espirituales que tanto necesitaba y que todavía no conocía. El 'paciente' había hablado del futuro, Cristo hablaba del 'hoy'; el penitente había rogado por ese reino Mesiánico venidero; Cristo lo aseguró respecto del más allá y le prometió que, por Su intermedio como Mesías, estaría entre los benditos en el 'paraíso': 'Amen, y te digo, hoy estarás Conmigo en el paraíso' (Lucas 23:43). Así Cristo le dio aquel conocimiento espiritual que el ladrón no había procesado aún, la enseñanza del 'hoy', la necesidad de admisión por gracia al paraíso, y esto, con y a través de El; en otras palabras, el perdón de los pecados y la apertura del Reino de los Cielos a todos los creyentes. Éste, como credo primero y fundacional del alma, era lo primordial del Mesías.
Esta es la segunda elocución en la cruz. La primero había sido de completo olvido de Sí mismo; la segunda, la más profunda, sabia y agraciada enseñanza espiritual. Aún si El no hubiera pronunciado nada más que estas dos alocuciones, habría demostrado ser el Hijo de Dios [1. Para entenderlo cabalmente tenemos que conocer las concepciones judías del 'buen ladrón', y su comprensión de las palabras de Cristo. Uno diría en general que, como judío, esperaba que su 'muerte fuera la expiación de sus pecados'; no se le habría ocurrido, pues, la necesidad de perdón a través del Mesías. Pero las palabras de Cristo deben haberle provisto todo esto. Por otra parte, cuando Cristo habló del 'paraíso', su oyente naturalmente entendió aquella parte del Hades en la que moraban los espíritus de los justos hasta la resurrección. Sobre estos dos tópicos hay tantos pasajes rabínicos que es innecesario citarlos (véase por ejemplo Westein, ad. loc., y nuestras observaciones sobre la Parábola de Lázaro y el Rico). Desde luego, la oración “que mi muerte sea la expiación de mis pecados” está todavía hoy en el oficio judío de difuntos, y el dogma subyacente está firmemente arraigado en la creencia rabínica. Lejos de incentivarla, las palabras de Nuestro Señor enseñarían al buen ladrón que la admisión al Paraíso debía ser concedida por Cristo. Es innecesario agregar que dichas palabras no respaldan en absoluto las concepciones realistas que el judaísmo tenía del paraíso; en hebreo bíblico el término designa (en Eccl. ii. 5; Cant. iv. 13; Nehem. ii. 8) un jardín escogido, pero ya en los LXX. y los Apócrifos se le emplea en nuestro sentido de paraíso. Por lo demás, nada de lo que Nuestro Señor dijo al 'buen ladrón' sobre estar 'hoy' con El en el paraíso, es inconsistente con la doctrina del descenso al Hades, sino que más bien la corrobora]. No se requería decirle nada más al 'penitente' en la cruz. Los acontecimientos que siguieron, y lo que Jesús diría todavía, le enseñarían mucho más que cualquier otra situación.
Habían pasado algunas horas, probablemente dos, desde que clavaran a Jesús a la cruz. Nos preguntamos cómo es que San Juan (que nos da algunos pormenores con minuciosidad tan notable, y los relata con la vívida experiencia de un testigo presencial profundamente involucrado), guarda silencio sobre lo demás, especialmente esas horas de escarnio y la conversión del ladrón penitente. Creemos que ese silencio se debe a su ausencia de la escena: nos separamos de él después de su pormenorizada cuenta de la escena ante Pilatos [a San. Juan xix 2- 16]. Pronunciada que fue la sentencia final, suponemos que se apresuró a la ciudad, poniendo al tanto a los discípulos con que puede haberse topado, en particular las fieles mujeres y la Virgen- Madre, de las terribles cosas que habían pasado desde la tarde anterior. Retornó entonces al Gólgota justo a tiempo para presenciar la Crucifixión, que él describe con su peculiar multiplicidad de detalles [b vv. 17-24]. Para cuando el Salvador fue clavado a la cruz San Juan parece haber vuelto a la ciudad, este vez para traer a las mujeres en cuya compañía lo encontramos junto a la cruz. No podría haber habido una atención más delicada, tierna y afectuosa que ésta. De todos los discípulos, sólo él está allí, sin miedo de acompañar a Cristo en el palacio del Sumo Sacerdote, ante Pilatos y ahora ante la cruz. Y solo él proporciona, a Cristo, este compasivo servicio de traer a las mujeres y a María a la cruz, y a ellas, su protección y compañía. Fue él quien más amó a Jesús; y correspondía que a tal virilidad y afecto se confiara el indecible privilegio de la difícil herencia de Cristo [1. La primera impresión es, por supuesto, que los 'hermanos’ de Jesús no eran todavía, por lo menos en el sentido lato, creyentes. Pero de ninguna manera esto se sigue necesariamente, puesto que la presencia de Juan ante la cruz, e incluso sus circunstancias exteriores, pudieron señalar a Juan como guardián más idóneo de la Virgen Madre. Al mismo tiempo parece muy probable la suposición de que los hermanos de Jesús se convirtieron por Su aparición a Santiago, como el Resucitado (1 Cor. xv 7)]. La narración [a San Juan xix 25-27] da la impresión de que con el discípulo amado permanecían ante la cruz estas cuatro mujeres: la madre de Jesús; la hermana de ella; María mujer de Cleofás, y María de Magdala. [2. Esta es opinión generalizada hoy en día]. Lo que relatan San Mateo [b San Mateo xxvii. 55] y San Marcos [c San Marcos xv 40, 41] provee otros detalles importantes. Leemos allí de tres mujeres nada más, ya que se omite el nombre de la madre de nuestro Señor, pero cabe recordar que ello alude a una etapa posterior en la Crucifixión. Parece que San Juan hubiera cumplido al pié de la letra el mandato del Señor: 'He ahí a tu madre' (Juan 19:26-27) y literalmente 'desde esa mismo hora' la llevó a su propia casa. Si esta suposición es correcta, entonces en ausencia de San Juan, que condujo a la Virgen-Madre lejos de esa escena del horror, las otras tres mujeres se retiraron a cierta distancia, donde las encontramos al final, no 'al pié de la cruz', como dice San Juan xix 25, sino 'mirando desde lejos', ahora junto con otros que habían amado y seguido a Cristo.
Vemos también que, omitiéndose el nombre de la Virgen-Madre, las otras 'tres' son las mismas mencionadas por San Juan, sólo que ahora a María de Cleofás se la distingue como 'la madre de Santiago y José' [3. Queda, por supuesto, el problema de que no se alude a Judas (Lebeo) y a Simón el Zelote como sus hijos, que pueden haber sido sus hijastros, o haber otras razones para la omisión. 'Judas de Santiago' no habría podido ser hijo de Santiago, y Hegesipo menciona expresamente a Simon como hijo de Cleofás] y la hermana de la madre de Cristo como 'Salomé' [d San Marcos] y 'la madre de los hijos de Zebedeo' [e San Mateo]. Así Salomé, mujer de Zebedeo y madre de San Juan, era hermana de la Virgen, y el discípulo amado, primo (por parte de madre) de Jesús, y sobrino de la Virgen. Esto explica también por qué el cuidado de la Madre se le confió a él.
También María, mujer de Cleofás, estaba relacionada con Jesús. Lo que fundadamente tenemos por relato digno de crédito [f Hegesipo en Euseb. H.e. iii. 11 y iv. 22] describe a Cleofás como hermano de José, marido de la Virgen. Por ende no solamente Salomé como hermana de la Virgen, sino también María, en tanto mujer de Cleofás, habría sido en cierto sentido Su tía, y sus hijos, Sus primos. En consecuencia, entre los doce Apóstoles tenemos a cinco primos del Señor: los dos hijos de Salomé y Zebedeo, y los tres de Alfeo o Cleofás [1. Alfeo y Cleofás son el mismo nombre. El primero figura en el Talmud de Babilonia como Ilfai, o Ilfa [ ] como en R. haSh 17 b, y otros; el otro, en el Talmud de Jerusalén, como Chilfai [ ], como por ejemplo en Jer. B. Kama 7 a] y María: Santiago; Judas, apellidado Lebeo; Tadeo; y Simon, apodado Zelote o Cananeo [2. Creo que el Simon el Zelote de la lista de Apóstoles era el Simon hijo de Cleofás, o Alfeo, de Hegesipo, primero, debido a su posición en las listas de Apóstoles junto con los otros dos hijos de Alfeo; en segundo lugar porque, puesto que en el N.T. hay nada más que dos Simón prominentes (el hermano del Señor, y el Zelote), y Hegesipo lo menciona como el hijo de Cleofás, se sigue que el Simón hijo de Cleofás era Simón el Zelote. De hecho, también Levi Mateo era hijo de Alfeo, pero consideramos a éste un Cleofás distinto al marido de María]. Recapitulemos. Cuando San Juan vió al Salvador clavado a la cruz volvió a la ciudad y trajo consigo, para un doloroso adiós, a la Virgen, acompañada por aquellas naturalmente más próximas a ella: su propia hermana Salomé, cuñada de José y esposa (o más probablemente viuda) de Cleofás, y aquella que más había experimentado Su poder salvador, María de Magdala. Una vez más notamos reverentes su divina serenidad de total olvido de sí mismo y Su humana consideración por los demás. Mientras estaban junto a la cruz, El confió a su madre al discípulo amado estableciendo un nuevo lazo humano entre ambos, los más cercanos a El [3. Por fuera de lugar que sea la interrupción, no podemos dejar de notar que la introducción de tal escena parece inconsistente con toda la teoría de la autoría de un Efesio para el cuarto evangelio; y que evidencia el verdadero interés humano de un actor en la escena]. Y suave, honesta e inmediatamente el discípulo asumió el sagrado encargo, y llevó a aquella cuya alma fuera traspasada por una espada, lejos de la indecible aflicción de la escena, al abrigo de su hogar. [4. Nada se sabe realmente de la historia posterior de la Santísima Virgen]. Y esta ausencia temporal de la cruz por parte de Juan puede explicar la falta de detalle en su narración, hasta la escena de cierre [a San Juan xix 28].
Ahora por fin todo lo relativo a lo terrenal de Su misión, en lo que tenía que hacerse en la cruz, había terminado. Él había orado por los que, sin saber lo que hacían, lo habían clavado a ella; El, que había ganado Su gloria en Su ignominia, había dado el consuelo de la certeza al penitente; y había impartido sus postreras y amorosas disposiciones para Sus más cercanos. Por así decirlo, Sus relaciones humanas, las que en cualquier sentido tocaban Su naturaleza humana, se habían realizado plenamente. Había terminado con la parte humana de Su obra, y con la Tierra. Y, apropiadamente, la naturaleza parecía despedirse ahora llorando la partida de su Señor, que, por Su conexión personal con ella, la había levantado de la degradación de la Caída a la región de lo divino, convirtiéndola en la morada, el vehículo para la manifestación y la obediente mensajera de la Divinidad.
Durante tres horas el Salvador había pendido de la cruz. Era mediodía, y las tinieblas taparon el sol desde las hora sexta a la hora nona. No vale la pena rastrear el origen de esta oscuridad: no pudo ser un eclipse, puesto que era época de Luna Llena, ni podemos confiar en los informes de autores eclesiásticos posteriores [1. No creo que esté disponible el testimonio de Flegón, citado por Eusebio (véase la discusión en la Sinopsis, de Wieseler, p. 387, nota 1). Mas si los cálculos astronómicos de Ideler y de Wurm están correctos, 'el eclipse' [en el sentido científico, u 'oscuridad'] registrado por Flegón habría ocurrido en el mismo año de la muerte, A.D. 29, de Nuestro Señor, el 24 de noviembre, como ellos afirman. No tengo los conocimientos necesarios para verificar estos cálculos; pero el que esté descrito por Flegón como 'eclipse', que no podría haber sido, no necesariamente invalida el argumento, puesto que este autor puede haber usado el término incorrectamente. Es en este sentido que San Lucas (xxiii. 45) usa el verbo, esto es, si recurrimos a la lectura enmendada. Lo que escribe Nebe (vol. ii. p. 301), y los ejemplos de Plinio y de Plutarco sobre el uso popular de la palabra, merecen la más seria consideración. Pero, repito, no puedo dar cabida aquí a tales testimonios, ni tampoco a los dichos de Orígenes, Tertuliano y otros, ni a los Hechos de Pilatos (los testimonios eclesiásticos se discuten en Nebe, u.s. p. 299)]. Concuerda con la narración evangélica el considerar sobrenatural la ocurrencia del acontecimiento, y que éste en sí pudo producirse por causas naturales. Entre éstas cabe llamar especialmente la atención sobre el terremoto en que terminó la oscuridad [a San Mateo xxvii.51], ya que es bien sabido que la oscuridad suele preceder a un terremoto. Por otra parte, el lenguaje de los Evangelistas parece implicar que esta oscuridad se extendió no solamente sobre la tierra de Israel sino también sobre toda la Tierra habitada; por supuesto, no hay que entender la expresión literalmente, sino como que aquél se extendió más allá de Judea y otros países. No hay objeción razonable al hecho de que ningún autor profano cuya obra se hayan preservado, haga mención al terremoto ni a la oscuridad precedente, desde que no es dable esperar que se conserve un registro histórico de cada terremoto y de la oscuridad que pudo anticiparlo. [2. En autores clásicos hay frecuentes referencias a los eclipses precursores de acontecimientos desastrosos o de la muerte de grandes hombres, por ejemplo, de César (Nebe, u.s., p. 300). No obstante, si están correctamente relatados, esos eran eclipses verdaderos y, por ende naturales, sin ninguna faceta sobrenatural ni en ningún sentido análogos a la 'oscuridad’ en la Crucifixión]. Con todo, el argumento más injusto es el que procura establecer el carácter no histórico de esta narración, recurriendo a los que se describen como dichos judíos expresivos de similares expectativas [1. Es el caso de Strauss (según Wetstein) e incluso Keim. Lamentable como es la controversia acerca de horas postreras de Jesús, no me habría sustraído a refutar las opiniones de Keim si no creyera que para cualquier persona desprejuiciada la mayoría de ésas son meras afirmaciones, sin recurso alguno a ninguna evidencia histórica]. En la profecía del Antiguo Testamento el obscurecimiento (no solo del sol, sino también de la luna y de las estrellas) suele relacionarse, ya sea figurada o realmente, no con la venida del Mesías, y mucho menos con su muerte, sino con el juicio final. [2 Strauss (ii. p. 556), y más aún Keim (iii. p. 438, nota 3), citan a Joel ii. 10, 31; Amós viii. 9; Isa. xiii 10; 1. 3; Job, IX. 7; Jer. xv 9. De estos pasajes, algunos no tienen relación ni remota con el tema, mientras que otros no se refieren al Mesías sino al juicio final].
La tradición judía nunca habla de tal acontecimiento en conexión con el Mesías, ni con los juicios Mesiánicos, y las citas de los escritos rabínicos hechas por críticos adversos deben tenerse no sólo como inaplicables sino incluso injustas [3. Para ser justo, me referiré a todos los pasajes relativos al obscurecimiento del sol, como a símbolos de luto. El primero (citado por Wetstein) es de la Midrash sobre Lament. iii. 28 (ed. Warsh. p. 72 a); pero el trozo, evidentemente muy figurativo, se refiere a la destrucción de Jerusalén y la dispersión de Israel y —además del obscurecimiento del sol, la luna y las estrellas (no el sol solamente)—, a un cumplimiento realista de Nah. i. 3 y Lament. iii. 28, en el caminar de Dios sobre el polvo guardando silencio. La segunda cita de Wetstein, de que la muerte de un gran rabino es tan excepcional como la puesta del sol a mediodía, no tiene obviamente ninguna relación con lo aquí tratado (Strauss la aduce, sin embargo). La última y única cita realmente digna de mención es de Sukk. 29 a. Allí, en una declaración algo lata, se debate el significado de un oscurecimiento del sol o de la luna. Aquí tengo que decir (1) que estos fenómenos se entienden como 'augurios' de juicios que vienen, tales como guerra, hambre, etc, que se supone que afectan a varias naciones según si el eclipse es hacia la salida o la puesta del sol.. Por consiguiente, el pasaje no tiene ninguna conexión posible con la muerte del Mesías. (2) Esto se reafirma con la enumeración de ciertos pecados que se eclipsan a los astros. Algunos no corresponde mencionarlos, en tanto que otros son, por ejemplo, el falso testimonio, el corte innecesario de árboles frutales, etc. (3) Pero lo injusto, como asimismo lo inapropiado de la cita, proviene de que se consigna nada más que el comienzo de la misma (Strauss y Keim): 'un momento en que se obscurece el sol es un signo infausto para todo el mundo', mientras que se omite lo que sigue: 'que se obscurezca el sol es un signo funesto para las naciones del mundo; que se obscurezca la luna es una señal funesta para Israel, porque Israel se rige según la luna, las naciones del mundo según el sol'. Y sin embargo Wunsche (Erlauter. pp. 355, 356) cita tanto lo que la precede como todo lo que la sigue, pero deja fuera este fragmento mismo (Comp. Mechilta, p. 3 b.].
Pero salgamos de esta deplorable digresión. Las tres horas de oscuridad fueron tales no sólo para la naturaleza; también Jesús también entró en oscuridad, en cuerpo, alma y espíritu. Ya no se trataba, como antes, de una lucha, sino de un sufrimiento. En este, para nosotros insondable misterio de su padecimiento, no nos atrevemos, y desde luego no podemos, entrar. Era del cuerpo; pero no tan solo de éste sino de la vida física. Y del alma y del espíritu, pero tampoco de ellos solamente, sino en su relación consciente con el hombre y con Dios. Y era no sólo de lo humano en Cristo, sino en su indisoluble conexión con lo divino: de lo humano, donde alcanzó la cúspide de la ignominia del cuerpo, el alma y el espíritu, y en ello a lo divino, hasta la extrema auto-ordalía.
Las crecientes, indecibles agonías de la Crucifixión se hundían en la amargura de la muerte. Toda la naturaleza se encoge ante la muerte, hay un horror físico a la separación del cuerpo y el alma que, como fenómeno puramente natural se da para todos, y se supera por un principio más alto. Cuanto más puro es el ser, mas violenta es la ruptura del enlace con el cual Dios Todopoderoso unió originalmente el cuerpo y el alma. En el Hombre Perfecto esto debe haber alcanzado el grado máximo. También, en esas horas oscuras, el desamparo humano y Su propio aislamiento del hombre; el profundo silencio de Dios, Su retirada, Su abandono divino y soledad absoluta. No osamos hablar aquí de sufrimiento punitivo, sino de abandono y soledad. Y sin embargo, a medida que nos preguntamos cómo se puede concebir este abandono tan total —dada Su conciencia divina, que no se habría podido extinguir del todo por su auto-ordalía—, hay que considerar otro elemento más: Cristo en la cruz sufrió por el hombre; Se ofreció a sí mismo en sacrificio; murió como representante del hombre, para el hombre y en lugar del hombre; Él obtuvo para éste 'redención eterna' [a Hebr. IX. 12] habiendo dado su vida en 'rescate’ [b San Mateo xx 28 ] por muchos. La humanidad fue 'redimida' con la 'preciosa sangre de Cristo, como cordero sin culpa y sin mancha' [c 1 Pedro i. 19] y Cristo 'se entregó por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad [d Tito ii. 14]; 'se dio en prenda por todos' [e 1 Tim. ii. 6]; Cristo murió por todos' [f 2 Cor. v. 15]; a Él, que no tenía pecado, Dios lo 'hizo pecado por nosotros'; 'Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, volviéndose maldito por nosotros', y ésto con referencia expresa a la Crucifixión [g Ga. iii. 13]. Este carácter sacrificial, vicario, expiatorio y redentor de Su muerte, si no nos explica, al menos nos ayuda a entender la percepción de Cristo del abandono de Dios en el momento supremo de la cruz; si así pudiéramos llamarlo; el carácter pasivo de Su actividad a través del carácter activo de su pasividad.
Esta combinación de la idea veterotestamentaria de sacrificio y de la tribulación voluntaria como Siervo de Jehová, cumplido ahora en Cristo, halló su plena expresión en el tenor del Salmo xxii. Convenía, más bien era seguro, que el sufrimiento aceptado del Sacrificio verdadero lograra expresión en sus palabras 'Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?', Eli, Eli, lema sabachthanei? (Matthew 27:46) [1 Así en San Mateo, según la mejor lectura. En San Marcos, Eloi, Eloi [al parecer, la forma siríaca], lema sabachthanei? (Marcos 15:34). ¿Podrá ser que San Mateo presente el dialecto judeo o galileo de entonces, y San Marcos el siríaco, y que esto dé luces de los dialectos en Palestina en tiempos de Cristo —e incluso, hasta cierto punto, de la composición de los evangelios y el territorio en que fueron escritos? El Targum traduce el Salmo xxii. 2: “Eli, Eli, metul mah shebhaqtani? ('¿en razón de qué me has abandonado?')]. Estas palabras, clamadas en voz alta [2 en la agonía extrema del alma, no para hacer notar Su divinidad] en la fase terminal de agonía [3 'sobre la hora nona'. No me resigno a discutir aquí las citas supuestamente análogas del Salmo xxii.1 en los escritos rabínicos. La comparación es tan inadecuada como irreverente] marcó el clímax y final de este sufrimiento de Cristo, y cuya expresión máxima fue el retraimiento de Dios y la sentida soledad del Sufriente. Pero aquellos que estaban junto a la cruz, equivocando el significado y confundiendo las palabras iniciales con el nombre Elías, creyeron que la Víctima llamaba al profeta Elías. Por cierto, aquéllos eran los soldados, que no eran necesariamente romanos; por el contrario, como hemos visto, estas legiones se reclutaban generalmente de las provincias. Por lo demás, ningún judío habría tomado a “Eli” como el nombre de Elías, ni menos malinterpretado una cita del Salmo xxii. 1 como un llamado a ese profeta; hay que recordar que esa palabra no fue susurrada sino clamada en voz alta. Pero todo concuerda enteramente con la equivocación de soldados no judíos que, como muestra todo el relato, habían aprendido de Sus acusadores y de los enfurecidos arrebatos de la multitud, una historia distorsionada del Cristo.
Y ahora la Víctima exhibe otra faceta. Debían haber pasado apenas un minuto o dos desde que la exclamación del Salmo xxii marcó el clímax de Su agonía, cuando las palabras 'Tengo sed' [a San Juan xix 28] parecen indicar, por el predominio del elemento meramente humano del dolor, que el otro y más terrible aspecto de portador del pecado y del abandono de Dios, habían pasado. Esto nos parece, pues, el principio, si no del triunfo, sí del descanso, del fin. Sólo San Juan registra este dicho precediéndolo de una declaración única según la cual Jesús se entregó a la sensación humana, buscando alivio corporal al expresar su sed 'sabiendo que todo estaba ya consumado, y para que se cumpliera la Escritura'. [1 Este fragmento se puede conectar, y así lo han hecho muchos autores, con la sed de Cristo como cumplimiento del Salmo lxix. 21. Pero la estructura de la frase lleva más bien a la puntuación aquí adoptada, ya que me es muy difícil aplicar el Salmo lxix. 21 en el sentido propuesto; y tengo una objeción aún mayor a la idea de que Cristo pronunció esas palabras para satisfacer el salmo, aunque el vocablo 'que' no deba, según lo mostrado previamente (p. 503), entenderse como 'para que'. Hay, por supuesto, un tertium quid, en que se puede suponer que el evangelista expresa solo su propia percepción de que se cumplía la Escritura cuando vio que se calmaba la sed del Salvador con el 'vinagre' de los soldados. Pero en ese caso la afirmación 'para que se cumpliera la Escritura' tendría que figurar después de 'Tengo sed'].
Es otras palabras, el clímax de dolor teoantrópico en Su sensación del abandono de Dios, que había conducido a la elocución del Salmo xxii. 1, era ahora en Su consciencia el final de todo aquello que, de acuerdo a las predicciones de las Escrituras, Cristo tenía que sobrellevar. Él podía ya rendirse a condiciones meramente físicas, y así lo hizo. Es como si San. Juan, quizás habiendo vuelto recién a la escena y permaneciendo con las mujeres 'desde lejos' [a San Lucas xxiii. 49] se hubiera adelantado ante el clamor del Salmo xxii [2 ya sea que lo oyera o no] y hubiera oído a Cristo expresar Su sed, que es lo que sucedió inmediatamente. Y por eso sólo San Juan liga ese grito y el movimiento de los soldados, del que también informan San Marcos y San Mateo; si no fuera por la frese registrada en el cuarto evangelio, sería imposible entender por qué, en lo que los soldados consideraron una interpelación a Elías, uno de ellos se acercó a Cristo a aliviar Su sed. Pero podemos entenderlo cabalmente si la expresión 'Tengo sed' siguió inmediatamente al grito previo.
Uno de los soldados —que, por qué no creerlo, ya había aprendido de esa cruz o estaba a punto de aprender a reconocerlo como Señor—, movido a compasión, corrió a ofrecerle un refrigerio empapando una esponja en el áspero vino de los soldados y acercándola a Sus labios, luego de sujetarla a una vara ('caña') de alcaparra ('hisopo') que, según se dice, crece hasta una altura de dos o tres pies [Comp 3. Tristram Hist. Nat. Hist. de la Biblia, p. 457]. Pero incluso así, este acto de humanidad no iba a pasar inadvertido para las chanzas con que los demás lo urgían a dejar ese alivio a cargo de Elías, al que creían que Cristo había invocado. Ni deberíamos extrañarnos de la debilidad de ese soldado que, aunque no lo hicieron desistir de su buena acción, igual eludió la oposición de los otros uniéndose, al parecer, a sus chirigotas [b San Mateo xxvii 48, 49; San Marcos xv 36].
Al aceptar el refrigerio que se le ofreció, el Señor indicó una vez más la culminación de la obra de su Pasión. Así como no quiso entrar en ella con sus sentidos y conciencia físicos narcotizados por el vino, tampoco quiso pasarla con aquéllos obnubilados por la total falta de vitalidad. Por lo tanto tomó lo que en el momento le restableció el equilibrio físico, necesario para el pensamiento y la palabra. E inmediatamente pasó a 'catar la muerte de cada hombre', ya que los dos últimos dichos del Salvador siguieron en rápida sucesión, primero, aquél en voz alta que expresaba que la misión a El encargada, por lo que concernía a la Pasión, estaba 'terminada' (Juan 19:30) [a San Juan], y después, aquél en palabras del Salmo xxxi. 5, en el cual encomendó Su espíritu en manos del Padre (Lucas 23:46) [b San Lucas].
Los comentarios a esas alocuciones sólo debilitarían las solemnes consideraciones que esas palabras suscitan. Con todo, hay que advertir ciertos puntos para enseñanza nuestra. Su última exclamación 'en voz alta' no era el de un moribundo; San Marcos observa que aquélla hizo una profunda impresión en el Centurión [c San Marcos xv 39]. En palabras del antiguo himno cristiano, no era que la muerte que acercara a Cristo, sino El a ella: Él murió sin muerte [1 En pessima, non tu Pervenis ad Christum, sed Christus pervenit ad te, Cui licuit sine morte mori. Sedulio]. Cristo encontró a la muerte no como vencido, sino como Conquistador. Esto también era parte de su obra y, para nosotros, el principio de su triunfo; concuerda con ello el particular lenguaje de San Juan: 'inclinó la cabeza y entregó su espíritu'.
Ni debemos pasar por alto las particularidades de la última elocución de Cristo. El 'Dios mío' del cuarto dicho había pasado otra vez al 'Padre' de la filiación consciente. Sin embargo, ni en el original hebreo de este salmo ni en su traducción griega por los LXX., está la palabra 'Padre'. En la traducción de los LXX del texto hebreo esta palabra expresiva de confianza, el encomendar, está en futuro; en los labios de Nuestro Señor está en presente [2 según la mejor lectura]. En su sentido neotestamentario la expresión denota más que encomendar: es depositar, confiar para un resguardo seguro [3 Compárese el uso del verbo en San Lucas XII 48; Hechos xiv 23; xx 32; 1 Tim. i. 18; 2 Tim. ii. 2]. El hecho de que al morir, o más bien al encontrar y superar la muerte, Cristo eligiera y adoptara esas palabras, es motivo de profunda gratitud para la iglesia. Él las dijo para Sus fieles en un sentido dual: a favor de ellos, para que fueran capaces de decirlas; y 'para ellos', de modo que de ahí en adelante las expresaran como El. ¡Cuántos millares han apoyado sus cabezas en ellas al irse a descansar! Fueron las últimas palabras de Policarpo, Bernard, Huss, Lutero y Melanchthon, y también para nosotros pueden ser el más adecuado y dulce arrullo. Y en 'el espíritu' que había confiado a Dios, Cristo descendió al Hades 'y predicó a los espíritus en prisión' [a 1 Pedro iii. 18, 19]. Pero detrás de este gran misterio se cerraron las dos hojas de bronce de las puertas del Hades, que sólo el Conquistador podía abrir.
Ahora un estremecimiento recorrió la naturaleza, ya que su sol se había puesto. No nos atrevemos más que a seguir los rápidos bosquejos de la narrativa evangélica. Como primera cosa registra la rasgadura del velo del Templo de alto a abajo; y segunda, el temblor de tierra, el resquebrajamiento de las rocas y la apertura de los sepulcros. Aunque la mayoría de los autores han entendido esto como una sucesión estrictamente cronológica, no hay nada en el texto que lleve a tal conclusión. Así, mientras que el desgarrón el velo se consigna primero, como siendo el símbolo más decidor para Israel, puedo haber estado relacionado con el terremoto, aunque éste por sí solo no explica la rasgadura de arriba a abajo de un velo tan pesado.
Incluso la última circunstancia tiene su significación. La ocurrencia, alrededor de ese mismo tiempo, de alguna gran catástrofe en el Templo —anuncio de su inminente destrucción— es confirmada por no menos de cuatro testimonios independientes entre sí: los de Tácito [1 Hist. v. 13. ]; Josefo [2 “Guerras de los Judíos”, vi. 5, 3]; el Talmud [3 Jer. Yoma 43 c; Yoma 39 b] y de la tradición cristiana temprana. [4 Así en el Evangelio según los Hebreos, del que San Jerónimo cita (en Mateo xxvii. 51, y en una carta a Hedibia) que el enorme dintel del Templo se había quebrado, astillado y caído. San Jerónimo conecta la rasgadura del velo con esto, y parece obvio relacionar la destrucción del dintel con un terremoto]. Los más importantes de ésos son, por supuesto, el del Talmud y el de Josefo. Este último habla de la misteriosa extinción, cuarenta años antes de la destrucción del Templo, de la luz media y principal del candelabro de oro; y tanto él como el Talmud refieren que las grandes puertas del Templo se abrieron solas sobrenaturalmente, lo que se consideró señal de la próxima destrucción del mismo. No cabe duda de que algún hecho histórico fundamenta una tradición tan especial y difundida, y no podemos dejar de pensar que puede ser una versión distorsionada de la rasgadura del velo del Santuario (o de su informe en la Crucifixión de Cristo [5 La tradición judía (Gitt, 56 b, hacia la mitad; Ber. R. 10; Vayyik. R. 22, y en otras partes) cuenta que, entre otras bajezas, 'Tito el malvado' había penetrado en el santuario y cortado con su espada el velo del Lugar Sacrosanto, que manó sangre]. Menciono la leyenda para expresar mi enérgica protesta por la forma en la cual el Dr. Joel (Blicke en d. Religionsgesch. i. pp. 7, 8, al tratar el pasaje de la Midr. en Lam. ii. 17) ha hecho uso de ella. La presenta como si el velo hubiera sido rasgado, no cortado por Tito, y en base a esta presentación errónea tiene la audacia de situar una leyenda sobre Tito al lado de la narración evangélica del desgarrón del velo! Escribo así tan enfáticamente porque éste no es en absoluto el único caso en que autores judíos adaptan sus citas a propósitos polémicos. Joel se refiere al Dr. Sachs, Beitr. i. p. 29, pero ese erudito no hace inferencia alguna del pasaje en cuestión].
Pero incluso si la rasgadura del velo de Templo hubiera comenzado con el terremoto, y, de acuerdo con el Evangelio según los Hebreos, con la destrucción del gran dintel sobre la entrada, no se le podría explicar enteramente con ello. Según la tradición judía había, de hecho, dos velos ante la entrada al Lugar Sacrosanto [a Yoma v]. El Talmud explica que no se sabía si en el templo anterior el velo colgaba dentro o fuera de la entrada, y si la pared separadora se situaba en el Lugar Santo o en el Lugar Sacrosanto [b Yoma 51 b]. Por lo tanto (según Maimónides) [c Hilkh. Beth ha-Bech, iv. 2, ed. Amst vol. iii. p. 149 b] no había ninguna pared entre el Lugar Santo y el Lugar Sacrosanto, sino que el espacio de un codo, asignado a él en el templo anterior, se dejó vacío, y uno de los velos colgaba al lado del Lugar Santo, y otro en el Lugar Sacrosanto. Según un recuento de tiempos del Templo, había en varias partes de éste un total de trece velos, dos de los cuales eran renovados anualmente [d Yoma 54 a Kethub. 106 a; Sheqal. viii. 5]. Los velos ante el Lugar Sacrosanto tenían una longitud de 40 codos (60 pies), y 20 codos (30 pies) de ancho, del espesor de la palma de la mano, labrados en 72 cuadrados ensamblados; estos velos eran tan pesados que, en el lenguaje exagerado de ese entonces, se necesitaban 3.000 sacerdotes para manipular cada uno. Si el velo era realmente como se le describe en el Talmud, no habría podido partirse en dos por un simple terremoto o la caída del dintel, aunque su composición en cuadrados unidos puede explicar cómo el desgarrón pudo ser según lo describe el Evangelio. En efecto, todo parece indicar que aunque el terremoto pudo proporcionar la base física, la rasgadura del velo del Templo fue, dicho sea con todo respeto, realmente hecha por Dios. Puede haber sido en el momento en que, en el Sacrificio Vespertino, el sacerdote oficiante entraba al Lugar Santo para quemar incienso o para otro servicio sagrado. Ver ante él —no al ángel Gabriel, como el anciano Zacarías al comienzo de esta historia—, sino el velo del santuario rasgado de alto a abajo y colgando en dos porciones de sus sujeciones superiores y laterales, debe haber sido algo terrible, que pronto se sabría ampliamente y que, de una u otra forma, quedó en la tradición. Todos deben haber entendido que Dios con Su propia mano había desgarrado el velo, y abierto y abandonado para siempre el Lugar Sacrosanto donde tanto tiempo había morado en misteriosa penumbra, iluminada una vez al año por el resplandor de Su incensario, en expiación de los pecados del pueblo [1 ¿Será este fenómeno la explicación de la pronta conversión de tantos sacerdotes, registrada en Hechos vi. 7?].
No se requerían más simbolismos. En el terremoto las rocas se partieron y los sepulcros se abrieron mientras Cristo descendía al Hades, y cuando ascendió al tercer día, lo hizo con santos triunfantes que desocupaban esas tumbas abiertas. En ese memorable primer día y en la semana que siguió, a muchos en la Ciudad Santa se les aparecieron los cuerpos de numerosos santos que se habían dormido en la dulce esperanza de lo que ahora se hacía realidad [2 Me permito expresarme dogmáticamente sobre la implicancia precisa de San Mateo xxvii 52, 53. ¿Significa que dichos santos fueron revestidos realmente del Cuerpo Glorioso, o con el cuerpo que habían tenido antes, o que muchos santos salidos del Hades se aparecieron a los que los amaban y que con ellos habían esperado el Reino, en las formas que habían conocido? Sabemos demasiado poco de la conexión entre el otro mundo y éste y del modo en que los que se han ido pueden comunicarse con los de acá, como para aventurar alguna afirmación taxativa, especialmente en vista de las circunstancias únicas del caso].
Pero a los que estaban junto a la cruz, todo lo que presenciaron les causó la más profunda y duradera impresión. Entre ellos destacamos el Centurión a cuyo mando habían estado los soldados; debe haber visto muchas escenas de horror en esas tristes épocas de la crucifixión, pero ninguna como ésta. En su mente cupo una sola conclusión que sin duda impresionó su corazón y conciencia: Jesús no era lo que los judíos, Sus enemigos acérrimos, habían descrito. Era lo que El profesó ser, lo que Su padecimiento y muerte en la cruz testimoniaron que era: 'justo', y por ende, 'el Hijo de Dios'. Desde aquí no había más que un paso hacia la lealtad personal a El, y, según lo ya sugerido, posiblemente le debemos al Centurión algunos de esos detalles que sólo San Lucas preservó.
El breve día primaveral se encaminaba hacia la 'tarde del Sabbath'. La ley disponía que, en general, no se debía dejar el cuerpo de un criminal insepulto hasta el día siguiente [a Deut. xxi 23; comp. Jos. Wariv. 5, 2]. Tal vez en circunstancias corrientes los judíos no habrían apelado tan confiadamente a Pilatos como para 'pedirle' [3 San Juan xix 31] que acortara los sufrimientos de los crucificados, puesto que este castigo a menudo duraba no horas sino días hasta que sobrevenía la muerte. Pero se trataba de una ocasión especial: el gran día a punto de comenzar era a la vez Sabbath y segundo día de Pascua, considerado en todo igualmente sagrado que el primero, o mas bien más, puesto que era aquel en que se ofrendaban los primores de las cosechas al Señor.
Lo que los judíos propusieron a Pilatos era de hecho acortar, pero no en el sentido se mitigar, el castigo. A veces se agregaba al castigo de crucifixión el de romper los huesos (crucifragio) con un bastón o martillo, lo que por sí mismo no acarreaba la muerte, pero iba siempre seguido de un golpe de gracia con espada o lanza (perforatio or percussio sub alas) que terminaba de inmediato con lo que quedaba de vida [1 Comp. Friedlieb, Archaeol. d. Leidensgesch. pp.163-168; y especialmente Nebe, u.s. ii. pp. 394, 395]. Así el 'quebrantamiento' de los huesos era una especie de aumento del castigo, como compensación por su acortamiento mediante el golpe final que le seguía. No sería justo suponer que, en su ansiedad por cumplir la letra de la ley en cuanto a entierros en la víspera de ese gran Sabbath, los judíos quisieran intensificar los padecimientos de Jesús. El texto no da indicios de esto, y no habrían podido pedir que el golpe final fuera infligido sin el 'quebrantamiento de huesos' que siempre lo antecedía. La ironía de esta puntillosa preocupación por la letra de la ley sobre entierros y gran Sabbath de los que habían traicionado y crucificado a su Mesías en el primer día de Passover, es suficientemente grande —y, agreguemos, terrible—, como para añadirle elementos ficticios. Sólo San Juan, que quizás dejó la escena de la cruz inmediatamente después de la muerte de Cristo, relata esa circunstancia.
Tal vez cuando Juan concertó con José de Arimatea, Nicodemo o las dos Marías las medidas para el entierro de Cristo, supo de la delegación judía a Pilatos, la siguió al Pretorio y observó cómo se desarrolló todo en el Gólgota. Él consigna cómo Pilatos accedió a la petición judía, impartió instrucciones para el crucifragio y autorizó el posterior retiro de los cuerpos, que de otro modo habrían podido dejarse colgando hasta que la putrefacción o las aves de presa los hubieran destruido. Pero San Juan también nos narra lo que él evidentemente considera un hechco tan importante que lo atestigua especialmente, comprometiendo su propia credibilidad de testigo presencial, y fundamentando en él un llamado a la fe de aquellos a quienes va dirigido su evangelio. Es que 'pasaron' ciertas cosas [no como en nuestra Versión de la Escritura, 'se hicieron'] 'para que se cumplieran las Escrituras' o, dicho de otro modo, por las cuales se cumplió la Escritura. Fueron dos cosas, a las que hay que agregar una tercera no menos substancial. La primera es que cuando en el crucifragio los soldados quebraron los huesos a los dos malhechores y llegaron a la cruz de Jesús, vieron que ya había muerto y por eso 'no quebrantaron ni uno sólo de Sus huesos'. De no haber sido así, no se habrían cumplido las Escrituras referentes al Cordero Pascual [a Ex. xii, 46; Núm. ix, 12] y al Siervo Justo y Sufriente de Jehová [b Salmo xxxiv. 20]. Sólo en Cristo estas dos ideas de Cordero Pascual y de Siervo Justo y Sufriente de Jehová se combinan en una unidad y logran su significado más alto. Y cuando, por una rara concurrencia de circunstancias 'sucedió que', contrariamente a lo esperable, ''no quebraron ni uno sólo de Sus huesos'', este hecho exterior mostró las predicciones que se cumplieron en El.
No menos relevante es el segundo hecho. En la cruz de Cristo se consolidaron las dos nociones fundamentales de la descripción profética de la obra del Mesías: la materialización del sacrificio Pascual —que, por ser el de la Alianza, cimentaba todos los sacrificios—, y el ideal del Justo Siervo de Jehová sufriente en un mundo que odiaba a Dios; y sin embargo El proclamó y concretó Su Reino. Y quedaba una tercera verdad, relativa no a la naturaleza sino a los efectos de la obra de Cristo y a su recepción tanto entonces como en el futuro. Esto estaba en las profecías de Zacarías [c Zach. XII 10] que previeron cómo, en el día de la liberación final y conversión de Israel, Dios derramaría el espíritu de gracia y de súplica; y puesto que 'verán al que traspasaron', se les concedería colectiva e individualmente el espíritu del verdadero arrepentimiento. La aplicación de esto a Cristo es tanto más trascendental cuanto que hasta el Talmud refiere la profecía al Mesías [d Sukk. 52 a]. Dado que ambas nociones realmente se aplican a Cristo tanto en el rechazo que experimentó como en su segunda venida [e Apoc. i. 7], así también el curioso evento histórico en Su Crucifixión la señala una vez más como el cumplimiento de la profecía escritural. Aunque los soldados, al llegar a Jesús ya muerto no rompieron ni uno solo de Sus huesos, y puesto que era necesario cerciorarse de su muerte, uno de ellos con una lanza 'perforó Su costado' causándole una herida tan profunda que Tomás pudo después introducir su mano en ella [f San Juan xx 27].
A estas dos consumaciones de la Sagrada Escritura se asociaba aún un tercer fenómeno, simbólico de ambos. Al perforar el soldado el costado del Cristo muerto, 'al punto salió sangre y agua'. Hay quienes han creído [1 con variaciones que no es necesario detallar aquí; primero el Dr. Gruner (Comentario Antiq. Med. de Jésu Chist Mort, Hal. 1805) que estimó que Jesús no estaba absolutamente muerto cuando la lanza Le perforó el corazón, y más tarde el Dr. Stroud (“Causa física de la muerte de Cristo”, 1871); y muchos interpretaron (véase Nebe, u.s. pp. 400, 401)] que había causa física para esto; que Cristo murió literalmente del corazón roto, y que cuando la lanza perforó primero el pulmón lleno de sangre y luego el pericardio lleno de líquido seroso salió de la herida este doble flujo [2 pero ciertamente no suero y coágulo separados, que es síntoma de putrefacción incipiente]. [3 La explicación física más completa y satisfactoria es la del Rvdo. S. Haughton, médico, reimpresa en el Comentario del Portavoz, en 1 Juan, pp. 349, 350, donde demuestra que ese fenómeno ocurriría solamente si una persona crucificada muriera de rotura del corazón].
De tales casos se seguiría que las ofensas habían roto literalmente Su corazón [Salmo lxix 20]. Pero San Juan no habría sugerido esto sin establecerlo claramente, suponiendo así de parte de su lector conocimiento de un fenómeno obscuro y, hay que decirlo, científicamente dudoso. Por consiguiente creemos que para San Juan, como para la mayoría de nosotros, la importancia del hecho radica en que del cuerpo de Cristo fluyó sangre y agua, que la corrupción no había hecho presa de él. Tendríamos entonces el significado simbólico del agua (del pericardio) y la sangre (del corazón), un simbolismo muy verdadero ya que la corrupción no tuvo ningún poder ni asimiento sobre El, en la muerte El no murió, venció a la muerte y la corrupción, y a este respecto también cumplió la profecía de no conocer la corrupción [b Salmo xvi 10].
Sólo podemos orientar al cristiano reflexivo hacia ese contenido simbólico del fluir agua y sangre de Su costado perforado, en lo que se detiene el evangelista en su Epístola [c 1 Juan v. 6], y a su expresión externa en el simbolismo de los dos sacramentos. Estos significan que Cristo vino; que sobre El, que fue crucificados por nosotros y nos amó hasta la muerte con su corazón roto, la muerte y la corrupción no tuvieron ningún poder; y que El vivió por nosotros con el poder limpiador y perdonador del sacrificio que ofreció.
Extractos del libro 5, capítulo 15, Vida y época de Jesús el Mesías, por Alfred Edersheim, 1886
A. Edersheim refiere a MUCHAS fuentes de su obra. Como recurso bilbiográfico, hemos creado una lista separada, Edersheim References. Todas las referencias entre paréntesis indican el número de página en las obras citadas.
Véase también:
Cruz
Crucifijo
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